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Por Alberto Morlachetti
(APe).- El pensamiento más fugaz -escribió Borges- obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. El 12 de diciembre los pibes y los trabajadores -que son ni más ni menos que la carne y el hueso de la esperanza- apuraban las calles con la ilusión de que las penas al fin se llamen de otra manera. Primeros trazos -profundamente amorosos- de una utopía que se domiciliaba en los ojos azules de Mabel -memorias de una siempre belleza- en la Hermana Martha sembrando pájaros en la mirada general, o en Germinal, niña-sol estandarte y leyenda.
La marcha no solo apuntaba al fin del hambre. Cuestionaba la sociedad que se organizó de tal manera que los procesos de la vida sólo pueden realizarse por medio de una separación, entre quienes dirigen la producción y quienes la efectúan.
Para los propietarios -escribe Horkheimer- la forma establecida no sólo es necesaria, sino que se ha transformado en la fuente del poder y la felicidad. Mientras la mayoría de la población, no propietaria, deben pagar tal desarrollo con una miseria carente para ellos de sentido, y hasta con la muerte. Por lo tanto, si, a pesar de ello, los hombres se han mantenido dentro de esta forma social llamada capitalismo, es porque nunca dejó de ejercerse violencia.
Quizás haya llegado el momento histórico en el que es posible construir un nuevo contrato social. El desarrollo de las fuerzas productivas ha alcanzado tal nivel que en la actualidad la idea de erradicar el hambre y la miseria no es ningún sueño inalcanzable. Como no es una ilusión pensar que el trabajo -en la mayoría de los casos una humillación- pueda transformarse en un acto creador lleno de gozo.
Herbert Marcuse escribió -hace tiempo- que las nuevas posibilidades de una sociedad humana no son imaginables como continuación de las viejas, no se pueden representar en el mismo continuo histórico, sino que presuponen una ruptura precisamente con ese continuo. Pero el pasado no deja de intentar su fiesta de resurrección. Frentes y alianzas electorales se presentaron como novedosos representantes de los pobres, versión corregida e incluso hasta “civilizada”, frente a los desmanes del liberalismo y no han hecho otra cosa que repetir la “eterna” adversidad, nuestra siempre tragedia -en el sentido helénico de la palabra- esto es, imposibilidad de torcer el destino establecido por los dioses.
La Marcha fue el día en que fuimos sublimes o la fiebre de la vida tejida con los hilos misteriosos del fino encanto. Una multitud acompañaba a nuestros niños. Con vocación de ampliar, de extender el campo de acción de las posibilidades humanas más allá de los límites de la sociedad de mercado, donde no llega sino la potencia del sueño y de la imaginación. Millares para satisfacer el apetito insaciable de las utopías.
Edición: 1422
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