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Por Alberto Morlachetti
(APe).- El Estado lo constituyen unos cuantos edificios de mármol, vestiduras sagradas y palabras solemnes, ceremonias protocolares y unos cuantos crímenes “en nombre del pueblo”. El Estado suele estar gobernado por personas indiferentes a los días lobos que vendrán y que suelen quedarse parpadeando ante el “descubrimiento” de 25 bebés desnutridos que mueren por día antes de cumplir su primer año de vida en nuestro país, según el informe anual de UNICEF sobre el Estado Mundial de la Infancia. Sí, almitas de pibes que no pudieron descubrir un respeto por su vida.
Cada familia encuentra siempre un muerto injusto en su memoria, un desalojo, un hambre insostenible, un infinito de penas. Y los que son arrojados de los intercambios sociales -cansados de coser horizontes de cartón- comprueban que las calles son surcos dejados por otras tristezas.
El atributo sin dudas más oneroso de la pobreza es que se ha expandido y endurecido en una época de crecimiento económico perverso y en una “mejora espectacular” de la situación de los miembros más privilegiados de nuestras sociedades quienes a través de sus intelectuales transforman las “condiciones sociológicas en rasgos psicológicos e imputan a las víctimas las propiedades deformadas de sus verdugos”. El hambre inconcebible nos vuelve a interpelar: el hombre debe escoger entre volver a ser animal o encontrar la chispa de una grandeza.
Por las calles caminan siluetas difusas y “desdibujadas humanidades” que desfallecen de miseria, andan miradas que ante la derrota se aferran -en la oscuridad- a un instante puro de su vida. Se trata de personas que sobreviven soñando aromas de pan antiguo, risas de viejos amigos que se mezclan con los ladridos de los perros y caricias bellísimas en medio de la desesperación.
Quizás un día allí o en cualquier otro punto de la tiniebla que nos atraviesa, el grito de los pobres se hunda como puñal de piedra en el centro de esta tierra que no existe.
Edición: 1196
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