La Conquista de América


Por Alberto Morlachetti

(APE).- Aquella primera y lejana mirada con la que Europa descubrió a América, la que creyó encontrar deformidades de lo humano y lo natural en todo lo que no se le asemejara ni le resultara asimilable. A partir de esa visión comienza la negación del otro, quien ya no será asumido como tal sino como un estado inferior e imperfecto de nosotros mismos.

La conquista de América, desgraciadamente, conlleva el estigma de esta negación. Para España fue 1492 el año de la expulsión y el descubrimiento. Expulsados los judíos y derrotados los moros, eliminada la heterogeneidad interna, un hombre sin patria, Colón, “descubrió” un continente sin más contenido, para él y sus compañeros, que los animales, las plantas, la riqueza y el paisaje. La heterogeneidad fue interpretada en función de los valores de los recién llegados, por lo tanto, quienes hablaban en una lengua distinta ni siquiera hablaban, quienes adoraban a otros dioses no los tenían y quienes amaban de diferente manera no eran capaces de amar.

Colón, apenas llegado a estas tierras, y con la exaltación que otorga la codicia, no tardará en calcular que esclavizando y vendiendo a todos los habitantes de La Española y explotando el palo brasil de la isla, “conseguiría unos 40 millones de maravedíes”.

Gonzalo Fernández de Oviedo un aventurero devenido en cronista de las primeras épocas de la conquista escribía sobre las consecuencias de guerras y encomiendas, para manifestar -con cierta naturalidad- que había en la Isla La Española en 1492 (hoy Haití y Republica Dominicana) ”un millón de indios e indias de todas las edades (...) no se cree que haya al presente, en este año 1548, quinientas personas (...) que sean naturales”.

Las nuevas tierras, como proclamó un soldado de la conquista, les ofrecía que ”en lugar de azadones, manejarían tetas, en vez de trabajos, cansancio y vigilias, placeres y abundancia y reposo”.

En su increíble carrera para justificar la matanza colectiva, los animales y el territorio de América fueron, también, objetos del menoscabo. Voltaire diría que en la selva amazónica existen cerdos con el ombligo en la espalda y leones calvos y cobardes. Así Buffon, Kant y Hegel "concibieron a América como el territorio de la inmadurez, de la fatalidad geográfica y la pura marginalidad irredimible. Territorio en el que hasta los pájaros cantan mal, porque no lo hacen como la alondra".

También Montesquieu, Bacon, De Maistre y Hume se negaron a reconocer como semejantes a los hombres degradados del Nuevo Mundo.

Sustentados, además, en ciertas afirmaciones teológicas de que los indios eran amentes, como los calificara el Papa Pablo III en 1537, “faltos de razón como para considerarlos integralmente humanos -según Alcira Argumedo- el patrón señorial reproducirá a lo largo de los siglos una contundente distancia con las capas sociales oprimidas. En este marco, la deshumanización y el exterminio no podían considerarse como una afrenta a Dios. Por el contrario, muchas veces se hacían necesarios para honrar su nombre y otras para alcanzar la civilización”. Para Ginés de Sepúlveda (1547), los “bárbaros del Nuevo Mundo” estaban más cerca del mono que del hombre, y eran por lo tanto “siervos por naturaleza”. Someterlos para civilizarlos era hacerles un bien, pero la mayor justificación de la esclavitud se cifraba en la necesidad de enseñarles el Evangelio -obligación que pesaba sobre el encomendero- y que venía a justificar el despojo y la explotación despiadada.

Otro atributo cultural de los nativos era la ausencia de propiedad privada como ocurría en "occidente", que los españoles -y luego los ingleses- consideraban natural a la civilización. En la mayoría de las sociedades indígenas la comunidad concedía derechos sobre tierras arables en proporción con los requerimientos de cada familia en las diversas etapas de su ciclo vital. Este sistema de gestión agraria era considerado por los europeos una anomalía, propia de esclavos, una convocatoria para que los extranjeros fueran a transformarla. El mismo Charles Darwin en 1833 expresó respecto de nuestros Yámanas que eran los hombres más desgraciados del mundo a causa de la perfecta igualdad que reina entre los individuos. Le parecía imposible que mejore el estado político de Tierra del Fuego mientras los pueblos que la habitaban no adquieran la idea de propiedad, que permite la superioridad de unos sobre otros. No como hasta ahora que “nadie puede ser más rico que el vecino”.

La cultura y el arte, se consumieron en esta hoguera del “descubrimiento”. Millones de indígenas murieron asesinados por los Europeos y muchos cayeron víctimas de la viruela, el sarampión, la gripe y otras enfermedades desconocidas, (en muchos casos los conquistadores favorecieron el contagio para acelerar el exterminio) que hicieron fácil presa en cuerpos desnutridos por la mala alimentación, producto del abandono forzado de sus cultivos tradicionales y el trabajo esclavo a que fueron sometidos los pueblos originarios de estas tierras.

“La viruela era el capitán de los soldados de la muerte (en la guerra biológica del Nuevo Mundo), la fiebre tifoidea era el primer lugarteniente, y el sarampión el segundo lugarteniente (...) Eran los antecesores de la civilización, los compañeros del cristianismo, los amigos del invasor”.

El movimiento de resistencia del Jefe Pontiac en 1763, fue desmantelado cuando el general Sir Jeffery Amherst, comandante del ejército inglés en América del Norte, ordenó que se enviaran mantas contaminadas de viruela a los americanos nativos para acelerar su extinción.

En la colonia portuguesa de Brasil, durante los meses de 1562-1563 en que 30 mil americanos nativos morían de viruela en las misiones y campamentos de esclavos de las capitanías otorgadas a propietarios portugueses en la costa, los portugueses permanecieron ilesos, testigos de lo que N. D. Cook llamó "el juicio secreto de Dios". Lo mismo entre los comentaristas católicos franceses: "En cuanto a estos salvajes, hay una cosa que no puedo dejar de comentar, y es que parece manifiesto que Dios desea que cedan su lugar a nuevos pueblos". Así escribió un observador de los otrora poderosos matchez, cuyo número se había reducido en un tercio en las décadas de 1530 y 1540.

La imagen indígena del otro

Esos ojos que habían almacenado centenares de años y miradas. Seguramente grande hubo de ser el asombro cuando se encontraron con esos hombres desconocidos, venidos de más allá de las aguas inmensas. El “jueves santo” de 1519, Hernán Cortés, ponía pie en tierra firme, al norte de la hoy llamada ciudad de Veracruz. Proyectando primero sus viejos mitos, creyeron los mexicas que Quetzacóatl y los otros teteo (dioses) habían regresado. Pero, al irlos conociendo más de cerca, al ver su reacción ante los objetos de oro que envió Motecuhzoma, al tener noticias sobre la matanza de Cholula efectuada por los españoles el 14 de octubre de 1519 y al contemplarlos por fin frente a frente en Tenochtitlan, una de las ciudades más bellas del mundo, que los conquistadores intentaban tomar con el estruendo de las armas, los mexicas ya no creían en el porvenir de sus cosechas y que Quetzacóatl y los dioses hubieran regresado, por el contrario a los españoles se les llamaba popolocas (bárbaros) .

Los cronistas indígenas conciben una imagen notable acerca de la codicia de los europeos. Esas imágenes están precisamente en los textos que acerca de la Conquista escribieron los vencidos.

En Los escritos de los informantes indígenas de Sahagún, preservado en el Códice Florentino, narran que cuando Motecuhzoma envió objetos de oro para satisfacer a los europeos: "Les dieron a los españoles banderas de oro, banderas de pluma de quetzal, y collares de oro. Y cuando les hubieran dado esto, se les puso risueña la cara, se alegraron mucho (los españoles), estaban deleitándose. Como si fueran monos levantaban el oro, como que se sentaban en ademán de gusto, como que se les renovaba y se les iluminaba el corazón. Como que cierto es que eso anhelan con gran sed. Se les ensancha el cuerpo, tienen hambre furiosa de eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro".

El Genocidio

La intención manifiesta de dejar atrás los viejos dolores de la historia -que han sido sepultados con el propósito de no dejar ni siquiera vestigios- sabiendo que sólo el olvido “rubrica la muerte”, sólo fue eso: un intento. La memoria nos da alcance. Neruda siglos después interrogaba desde la poesía: señaladme la piedra en que caísteis y la madera en que os crucificaron.

En las mismas argumentaciones con que los europeos en general consideraban a los habitantes del Nuevo Mundo como homúnculos, criaturas que sólo tenían vestigios de humanidad, se encuentra la razón contraria.

Es imposible no oír el dolor de las víctimas, en tantos lugares y en distintos tiempos de horror de este "planeta de infortunios". El recuerdo como eco de las penalidades a que ha sobrevivido la condición humana nos demuestra una y otra vez que el mal, como dice Semprún, “es uno de los proyectos posibles de la libertad constitutiva del hombre”.

Partimos del supuesto que ningún genocidio ha de ser justificado y las razones que se invocan para excusar a los victimarios, como los contextos históricos y culturales, no pueden actuar ni siquiera como atenuantes.

Ya contemporáneos de la conquista como Fray Antonio de Montesinos provocó el escándalo de los señores de Santo Domingo cuando pronunció delante de ellos, encabezados por el necio Diego Colón, su célebre sermón de 1511:

”Decid: ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras, mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados sin darles de comer, ni curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dáis incurren y se os mueren y, por mejor decir, los matáis para sacar y adquirir oro cada día?”.

En 1542 el misionero franciscano Toribio de Benavente, Motolinia, advertía sobre los españoles: “...se hacen servir y temer como si fuesen señores absolutos y naturales, y nunca están contentos; a doquiera que están todo lo enconan y corrompen, hediondos como carne dañada y no se aplican a hacer nada sino mandar; son zánganos que comen miel que labran las pobres abejas, que son los indios”.

En los primeros 50 años de la Conquista la población indígena de las zonas dominadas quedó reducida a un 25%. La Escuela Berkeley sostiene que los 25.200.000 que había en México Central en 1519 se redujeron a 1.075.000 en 1605, lo que representaba apenas el 4,25% del total inicial. Según Rowe, los 6 millones de habitantes que tenía Perú en 1532 descendieron a 1.090.000 en 1628. Otro cálculo indica que los aztecas, mayas e incas sumaban en conjunto entre 70 y 90 millones al producirse la Conquista, de los que en un siglo y medio después quedaban sólo 3.500.000, o sea apenas el 5% de la cifra más baja. Hernán Cortés y Francisco Pizarro son los nombres mayores del exterminio. Verdaderos cruzados contra la condición humana. Semejante genocidio causó la completa desaparición de cientos de grupos étnicos, y también de un incalculable caudal de conocimientos.

Esta cruzada contra los indígenas fueron utilizadas todas las armas de destrucción, de desarraigo, de degradación. Las guerras de exterminio más crueles y los actos de genocidio más espantosos que registra la historia humana. Posteriormente la esclavitud consumió millones de indígenas en las minas, en las plantaciones. La erradicación de sus líderes eruditos, de los artistas y de los técnicos que dan voz y figura a la civilización, los dejó en estado de orfandad cultural durante largos períodos.

Sin embargo el anciano Cortés, retirado en su casa de Madrid, era centro de “una academia que proponía diálogos sobre cuestiones humanísticas y religiosas”. El hombre era muy admirado por los franciscanos que “en sus historias de la Conquista” escribieron de él “como el hombre escogido por Dios para allanar el camino de la evangelización de la humanidad”.

Celebrar el 12 de octubre no deja de ser una perversión. Germán Arciniegas en 1937 ya había escrito que los españoles no descubrieron América, porque no es posible considerar como descubridores a quienes obligaron a callar el misterio a velar el encanto del hombre de América. En realidad dice Arciniegas, aquel fue el tiempo de los conquistadores, de los asesinos, de los antidescubridores, que ya en su misma tierra se afanaban en suprimir los escandalosos restos de la cultura árabe, quemando bibliotecas enteras. Arciniegas decía que descubrir y conquistar son dos posiciones opuestas. Descubrir es una función sutil, desinteresada, espiritual. Conquistar es una función grosera, material. No podemos -entonces- celebrar lo que conlleva algunas exigencias, un certificado de olvidos, una firme garantía de amnesia, una cara de no habernos dado cuenta, de que nunca habíamos estado aquí, tal como si el mundo, las calles y nosotros hubiéramos sido creados esta mañana por un Dios algo distraído que nos dejó residuos de una memoria que no nos pertenece.

Fuentes consultadas:

1) Colombres, Adolfo; A los 500 años del choque de dos mundos; Ediciones del Sol - CEHASS, Buenos Aires, 1989.
2) Watts, Sheldon; Epidemias y poder; Ediciones Andrés Bello, Barcelona, 1997.
3) Elliott, J. H.; Spain and its World 1500-1700: Selected Essays, Yale University Press, Londres, 1989.
4) Casalla, Mario; América en el pensamiento de Hegel. Admiración y rechazo; Catálogos Editora, Buenos Aires, 1992.
5) Herren, Ricardo; La conquista erótica de las Indias, Editorial Planeta, Madrid, 1991.
6) León-Portilla, Miguel; Visión de los vencidos, UNAM, México, 1978.

 


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