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Por Alberto Morlachetti
(APE).- Valeria Alejandra Barreiro, de 27 años, con su niño de 11 meses pensó que ningún sol es el último. Tomó un colectivo de línea el Sábado 20 de agosto a las 5 de la tarde en la Capital Formoseña con su hijo desnutrido que pesaba apenas 3 kilos con la purísima intención de llegar al Hospital de Pediatría Juan P. Garrahan -en nuestra Capital Federal- para que su pequeño pudiese vivir. No pudo llegar. Murió en Campana en la Provincia de Buenos Aires.
Urondo decía que la vida no es una propiedad sino el producto del esfuerzo de muchos. Así, la muerte de un niño es algo que nadie puede poner en juego por una “determinación privada” o por una perversa distribución de los bienes colectivos, ya que nadie tiene derecho sobre ella. Pertenece al futuro.
Pero vivimos una sociedad donde se mata a sangre fría. Hechos como la muerte, que la filosofía considera trascendente, se reducen a un instante a un simple trazo.
Pero -como dice Mayordomo- algo pasa en la sociedad para que los individuos anden como andan cuando la mayoría tiene un sabor de pan sepultado, entre ayunos. Hay un imaginario dominado por la razón neoliberal: El sentido común que supimos construir es como un perro guardián que custodia a una cierta clase media de pensamiento uniforme, que ha permutado sus mejores sueños por la facilidad técnica de vivir. Una verdadera diáspora sacude a nuestra sociedad. Un avance del individualismo y un repliegue a nuestras casas alcanforadas, conduce a una cultura del yo en desvinculación de los proyectos públicos y colectivos.
Alguna vez el Flautista de Hamelin con su música encantadora se llevó -tras de sí- a todos los niños de la ciudad, abriendo las callecitas por donde bajan las pequeñas semillas doradas del día, quizás para su germinación y para llenar de tristezas a una sociedad que no los merecía.
Fuente de datos: Diario El Tribuno - Salta 23-08-05
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