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Por Carlos del Frade
(APE).- El fuego es uno de los elementos originales del universo. Así quedó establecido en todas las culturas que habitaron, amaron, soñaron, sufrieron y aspiraron a una vida mejor en estos rincones cósmicos.
Hubo filósofos como Heráclito que decía que el principio de las cosas era el fuego. Un fuego que se prende y se apaga de acuerdo a un orden misterioso, inescrutable. Fue el mismo Heráclito el que supuso que la historia es un movimiento constante, a pesar de suponer una cifra inasible capaz de revelar los enigmas de casi todo.
En algunas regiones del planeta, el fuego fue sinónimo de la vida plena y hasta de la pureza.
En Europa, en cambio, en los días oscuros de la edad media, el fuego empezó a sintetizar el elemento del demonio y más aún, del lugar que habitan todos los diablos, era la bandera del infierno.
Tiempos que requerían del miedo para mantener la sociedad en manos de muy pocos y en los que era fundamental sostener la existencia de un lugar de castigos infinitos para los que se rebelaban contra el orden divino de las cosas. Dios y el Diablo trabajaban para el mismo poder. Para los mismos señores feudales. Los que conocían el precio del peaje exacto tanto para ingresar al cielo como al infierno.
Desde entonces, el fuego tiene mala prensa.
En los años setenta, días de otros tipos de fuegos, el gran artista y realizador de cine, Leonardo Favio, imaginó un diálogo entre un hombre lobo y el Supay, el diablo criollo. Supay estaba cansado de ser el único culpable de todos los males y le pedía a Nazareno que intercediera ante Dios para que le diera vacaciones. No se bancaba más el rol de malo eterno. Entre otras cosas porque no era el responsable de todos los desastres humanos ni tampoco lo eran las llamas de la Salamandra, el infierno de las creencias populares argentinas.
Daba la sensación que Supay y el fuego del infierno criollo estaban desocupados. Que los males tenían otro origen.
Cerca de la ciudad de La Plata, hace poco tiempo, una nena de cinco años y su hermanito de tres murieron como consecuencia de un incendio que se devoró la casilla de latas y cartón en la que sobrevivían junto a su familia.
La mamá no pudo ayudarlos y el infierno consumió a los chiquitos. El papá estaba trabajando, buscando gambetear los efectos de una pobreza inventada y democratizada en un país de riquezas enormes en manos de pocos.
La crónica periodística afirma que se trató de un desperfecto en la salamandra, esas estufas que llevan como nombre la misma identidad del averno de la cultura precordillerana argentina.
¿Qué fuego y qué infierno fueron los asesinos de los chiquitos de Ringuelet, el paraje que ardió en cercanías de la ciudad capital de la provincia de Buenos Aires?
¿Qué demonio fue el responsable de las llamas que se tragaron la vida de los pibes que soñaban con horizontes todavía no descubiertos?
¿No será que el infierno ya estaba antes del fuego en la vida de los nenes de Ringuelet?
¿No será que los demonios desataron el castigo supuestamente eterno cuando la familia de los chiquitos fue arrojada a sobremorir en casillas de latas y cartones?
El infierno de Ringuelet, todos los infiernos de la Argentina, en realidad, no son hijos de potencias sobrenaturales, sino de fuegos que arden con impunidad alrededor de aquellos que inventan las geografías de la miseria y el hambre, en medio del país de la abundancia y la comida.
Supay, efectivamente, está desocupado y el fuego de la edad media ha sido reemplazado por la fría indiferencia de los que manejan la vida de los que son más desde sus cielos privatizados.
Cielos en los que no hay lugar para los nenes de Ringuelet.
Fuente de datos: Diario El Día - La Plata 05-08-05
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