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Por Alberto Morlachetti
(APE).- Cuando más se desarrollan los conocimientos científicos, cuanto más crece la producción alimentaria y la manufactura genera un manantial inagotable de bienes y servicios se multiplica el goce para unos pocos y el desamparo absoluto para los pueblos. Las curvas bellas y sensuales de la autopista sur y los despojos urbanos que se acumulan en sus márgenes, sin tocarse, sin amarse y entender el hilo de cristal que los une sin perder la cordura. No “hay ciencia que resista la demolición de tres preguntas candorosas de un niño” decía Scalabrini Ortiz.
Mientras la brújula dispara los jinetes del apocalipsis a sembrar el hambre y la muerte en las cartografías del planeta que amamos. Quizás a comprobar la prórroga, tal vez a asegurarse de que no han muerto del todo todavía en la laguna Estigia, donde las barcas rotas y los perros hambrientos habitan las orillas del infierno que ha secuestrado en sus aguas oscuras a las constelaciones más bellas.
Según The Lancet 10 mil niños mueren cada jornada en el mundo antes de los 28 días en el llamado período neonatal. El 99% de los fallecimientos se producen en los países pobres. No obstante -según un estudio reciente- la mayoría de los 4 millones de los niños más niños que mueren anualmente podrían salvarse con medidas simples y poco costosas.
¿Habrá un día encendido para colmar esta quietud de muerte para hacerla escapar avergonzada? ¿Y la promesa de paraíso infancia? Y una cucharita revolviendo ingenuamente la taza vacía de los niños con los dientes apretados.
Pero los niños muertos nunca permanecen en donde han sido enterrados. Vuelan como ruiseñores y cantan sobre las ruinas porque siempre hay una rosa en los escombros, allí donde brotan las flores de leches -quizás la tierra prometida- donde la vida y la muerte no tienen dueño conocido.
Fuente de datos: Serie de la revista científica The Lancet sobre supervivencia neonatal
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