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Por Alberto Morlachetti
(APE).- La oligarquía, un estrato gerencial, custodiaba y legitimaba la colonización, una vez independizadas nuestras sociedades, el carácter exógeno de esas clases dominantes forjado en el período colonial y en sus propios intereses, las indujeron a continuar rigiendo sus países como cónsules de otras metrópolis.
Sarmiento y Alberdi fueron los ideólogos de ese modelo, del país agro-exportador que se consolida a partir de 1880 en el marco del desarrollo capitalista y contribuyeron a dar racionalidad a un proyecto que respondía a los intereses minoritarios de porteños y provincianos ligados a Inglaterra y Francia dentro de la lógica de la División Internacional del Trabajo en el fluir permanente de manufacturas, capitales y productos primarios. Racionalidad que contemplaba la exclusión de los pueblos originarios, negros y mestizos, por considerarlos un obstáculo para el crecimiento. La oligarquía criolla alienada y hostil, adoptó como proyecto nacional la sustitución de su propio pueblo por europeos. Un país de “pueblos transplantados”, como expresa Darcy Ribeiro, poseedores de virtudes y progresos por el sólo hecho de ser europeos.
Ante ese destino de sumisiones, hubo utopías contrarias: el sueño del Inca que no quería que nos roben más las mieles de nuestros panales. En 1781 cuatro caballos iniciaban el tiempo de las 4 siembras. En el sur Sayhueque anda sembrando rebeldías en el país de las manzanas y no acaba de morir. La idea de que los latinoamericanos "no somos europeos", ya había encontrado en el siglo XVIII y XIX sostenedores enérgicos, sobre todo entre los voceros de comunidades tan visiblemente no "occidentales" como los descendientes de los indígenas y de los africanos. Los grandes enclaves indígenas de nuestra América, que en algunos países son mayoría, además de herederos directos de las primeras víctimas de lo que Martí llamó "civilización devastadora", sobreviven a la destrucción de sus naciones como pruebas vivientes de la bárbara irrupción de los europeos en estas tierras.
El mismo Martí escribía en 1891: “Cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa”.
Sin embargo para nuestros “próceres” la población natural de América debía ser descartada como factor de evolución social: Alberdi en su autobiografía nos dejaba algunas imágenes literarias: “Somos, pues, europeos por la raza y por el espíritu, y nos preciamos de ello. No conozco caballero ninguno que haga alarde de ser indio neto”. Para agregar “A la Europa debemos todo lo bueno que poseemos, incluso nuestra raza, mucho mejor y más noble, que las indígenas, aunque lo contrario digan los poetas, que siempre se alimentan de la fábula”.
Sarmiento profesando la misma fe escribía: "Las razas fuertes exterminan a los débiles, los pueblos civilizados suplantan en la posesión de la tierra a los salvajes, esto es providencial y útil, sublime y grande. Dentro de quinientos años la raza europea con sus artes, su ciencia, sus progresos y su civilización, ocupará la mayor y mejor fracción de la tierra, por el mismo principio que hace 300 años la España ocupó la mayor parte del nuevo mundo”.
Para Alberdi y Sarmiento, en consonancia con los filósofos eurocentristas, los protagonistas del progreso serían los europeos, “la población eficaz”, frente a la impotencia congénita de los naturales de América. Aunque Hegel manifestaba que los inmigrantes eran “las barreduras de Europa”, lo que sobra del continente, estaban signados a conducir nuestros destinos. El “prestigioso” historiador boliviano del siglo XIX, Gabriel René Moreno, consideraba, al indígena y al mestizo “celularmente incapaces de concebir la libertad republicana”. Para Hegel, “a los europeos les tocará hacer florecer una nueva civilización en las tierras conquistadas”, para agregar que “hará falta un buen lapso de tiempo para que el europeo consiga despertar en ellos un poco de dignidad”.
Afirmar que la razón está del lado de la civilización europeizante y blanca, mientras que otros sistemas de vida son síntomas de una barbarie casi animal, es sólo una operación ideológica de simplificación y polarización de la realidad, escribe Susana Rotker. Había que conquistar “el desierto”, por cuya extraordinaria fertilidad pelearon ganaderos y militares, empezando por el propio Rosas. El exterminio de los pobladores nativos, la consolidación del latifundio, la desaparición del gaucho; “nada de eso tuvo origen en un yermo estéril, así sea mera alegoría de barbarie”.
Roca, va a ungir a los señores de la noche, “los capitanes del desespero”, diría Mutis. Inventa el Desierto y su Conquista, que comienza en 1878, iniciando en todo el país la “solución final”: el exterminio, entre otros pueblos, de Mapuches, Tehuelches, Tobas, Matacos, Guaraníes. El 29 de abril de 1879 parte desde Carhué, al frente de miles de soldados equipados con las mejores armas que disparaban pena de muerte a repetición contra los dueños de las tierras, matando a miles de hombres, mujeres y niños, empujados a la frontera o confinados en pequeños territorios para que se extingan.
Según Jacinto Oddone, la conquista del desierto, verdadero genocidio, sirvió para que entre 1876 y 1903, el Estado Nacional pasara 42 millones de hectáreas a 1843 personas que se adueñaron de la tierra, o sea más de la tercera parte de la tierra de los territorios nacionales. Mientras los “pobres y buenos milicos”, según Manuel Prado, uno de los comandantes de Roca, que llevaron a cabo el exterminio, “no hallaron -siquiera en el estercolero del hospital- rincón mezquino en que exhalar el último aliento".
La Campaña de Roca fragmentó a la familia indígena: la muerte de la mayoría de los hombres y la remisión de mujeres a la Capital donde eran incorporadas al servicio doméstico, en el mejor de los casos. Familias enteras prisioneras enviadas a Buenos Aires donde se separaban a los padres, las mujeres y los niños.
En el diario El Nacional de Buenos Aires del 20 de marzo de 1885 se podía leer: “Llegaba un carruaje a aquel mercado humano, situado generalmente en el Retiro, y todos los que lloraban su cruel cautiverio temblaban de espanto (...). Toda la indiada se amontonaba, pretendiendo defenderse los unos a los otros. Unos se tapaban la cara, otros miraban resignadamente al suelo, la madre apretaba contra su seno al hijo de sus entrañas, el padre se cruzaba por delante para defender a su familia de los avances de la civilización, y todos espantados de aquella refinada crueldad, que ellos mismos no concebían en su espíritu salvaje, cesaban por último de pedir piedad a quienes no se conmovían siquiera, y pedir a su Dios la salvación de sus hijos.” Agregaba el periódico que lo que se hacía era inhumano: “pues se le quitaba a las madres sus hijos, para en su presencia y sin piedad, regalarlos, a pesar de los gritos, los alaridos y las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirigían”.
Andrés Rivera escribe: “una risa larga y trastornada cruje en mi vientre, que hoy es la noche de un día de junio, y que llueve, y que el invierno llega a las puertas de una ciudad que exterminó la utopía pero no su memoria”.
Durante los años 1879 y 1880, la Sociedad de Beneficencia de la capital manifiesta en su memoria (1823-1909) que “la acción de la Sociedad estuvo también consagrada a la colocación de los cautivos redimidos del poder de los indios”, de los “indios tomados o convertidos por las misiones cristianas”. También su colocación “entre las familias que querían tomarlos bajo su guarda”. Con el propósito de difundir entre “esos desgraciados ideas de moral, y de obediencia a las leyes”.
El destino de las niñas indígenas estaba signada por la servidumbre en las grandes familias bonaerenses. Las expediciones militares a la frontera interna garantizaban una generosa distribución de “chinitas” para criadas de antecocina o de patio. Godofredo Daireaux escribe que muchísimos niños indios fueron entregados a las familias que los pidieron, quedando en ellas como sirvientes. No deja de señalar que “a la larga siguen siendo indios, como por atavismo: indio ha sido, indio había quedado”. La servidumbre indígena es una pena natural de la “civilización”, y sólo acaba con el fin de la vida.
Acaso hubiera que callar al indio, al negro que se lleva adentro, en la sangre, o los gritos de dolor por los hijos, la identidad y esas vidas que no terminan de acabar, es el olvido que no hemos construido: resucita en cada generación.
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