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Por Sandra Russo
(APE).- Se dice, se dice mucho, se dice hasta el hartazgo y ésa es la trampa. Los chicos que están creciendo en la pobreza no tendrán las mismas oportunidades que el resto. Ya no las tienen. Están siendo chicos en desventaja. No son solamente hombres y mujeres en potencia.
No son solamente hombres y mujeres cuyo destino de exclusión ya está marcado. Son, ahora mismo, mientras estoy escribiendo o mientras alguien lee, chicos que crecen en el medio de un huracán de mentiras y eufemismos. Crecen en un “país libre” en el sentido que le ha dado a la libertad el modelo capitalista que a sazón arribó para quedarse en esta parte del mundo. Un “país libre” que al 70 por ciento de la población total menor de 18 años -esto equivale a hablar de nueve millones y medio de chicos- le niega una dignidad mínima que podría resumirse en un listado de cosas fáciles de imaginar: una tostada y un café con leche a la mañana, el cuaderno y los lápices de colores, la escuela, el regreso a una casa en la que un padre o una madre tengan trabajo, un regalo de cumpleaños, una sopa caliente en las noches de frío, una intimidad preservada en una habitación que no sea la misma en la que duermen sus hermanos y sus padres y otra gente. Ese listado podría incluir, claro, el juego. Este “país libre”, como tantos otros, los recibe con trabajo infantil o doméstico que ellos no pueden manejar. Y para redondear ese listado provisorio y defectuoso, inconcluso y mínimo, esos chicos están ahora mismo privados de inocencia. Grandes y chicos necesitan ilusiones para seguir adelante en medio de adversidades. Soñar es un derecho de todos, pero especialmente de los chicos, que sueñan despiertos que son caballeros o damas, médicos o enfermeras, astronautas o maestros, camioneros o pilotos de aviones. Estos chicos no sueñan porque saben quiénes son. Lo saben mejor que nadie, mejor, mucho mejor, que los que ponemos cada tanto una moneda en las palmas de sus manos. ¿Son libres estos chicos que escuchan el ruido de sus propios estómagos antes de dormirse? ¿De qué es libre alguien que mama, con la leche templada que no llega, su carencia, su mala suerte, su infelicidad?
El 20 de junio el Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo volverá a marchar, este año desde Tucumán, hacia Plaza de Mayo -llegarán el 1 de julio-, en un contexto nuevo. Este país oscuramente racista y clasista, que considera que un reclamo de clase media es justo pero que desalienta y descalifica permanentemente el reclamo de los pobres, volverá a ver caritas asombradas, divertidas por la experiencia, expectantes. Diez ciudades en total los verán pasar, y quién sabe qué ecos dejarán en su huella. La visibilidad de estos chicos, que representarán a tantos otros, es necesaria y dolorosa y precisamente por lo dolorosa es necesaria. Acá se tiende a tirar la basura debajo de la alfombra. Los argentinos somos proclives al “pum para arriba” que instala o bien la televisión o bien la agenda política que destaca y resalta datos a favor, pero se molesta con la presencia rotunda de los acreedores internos. No hay nada que discutir en la materia: ningún chico debería experimentar el atropello de la pobreza. Y si este fuera un país digno, nadie debería irse a dormir tranquilo hasta que cada chico tenga entre sus manos el mapa del tesoro que es su propio destino.
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