Las minas y el viento

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Por Carlos del Frade

(APE).- Los que vieron el último día de trabajo de una fábrica coinciden en algo: solamente falta la música para completar una de las postales más profundas de lo humano en su lucha contra el poder.

 

Hay belleza en los galpones recortados contra el cielo que busca el color de la noche pero que todavía se empecina en defender los rosados de la tarde. El sonido del último silbato que marca el fin de la jornada y de todas las jornadas de treinta años para cientos de obreros que soñaron, se amargaron, pelearon y contaron sobre sus amores y pasiones allí dentro. Los obligaron a dejar de hacer lo que hacían todos los días. Dejaron de ser. Y ahí vienen, juntos, caminando. En silencio. La fábrica va quedando atrás. Las mujeres lloran e insultan y los hombres no pueden dejar que las lágrimas recorran el viaje que va desde un poquito abajo del casco hasta la camisa gruesa que alguna vez fuera orgullo de la zona. Y la fábrica va quedando atrás. Mañana no hay mañana. No hay lugar sin el lugar del trabajo. Solamente el cielo que ya no puede parar el crepúsculo y el silencio que va ganando el espacio dejado por ese ejército en derrota, vencido por extrañas armas de números que ellos no saben manejar. Pocas postales son tan trágicas y bellas como el éxodo de centenares de trabajadores que se van de su fábrica por última vez. El ruido de los pasos en las piedras rojas, los bolsitos en las espaldas y esos puños que agarran la soguita con bronca, apretando a ese bolso compañero de tantas horas de historia. Y la fábrica va quedando atrás. Ya no habrá mañana. Quedará el esqueleto vacío, el paisaje y el viento. El viento.

Los que vieron el último día de trabajo de una fábrica coinciden en que solamente falta la música.

Por eso muchos de los que opinan así se mostraron acompañados cuando una película de los años noventa, “Tocando el viento”, se detenía en pintar los contornos de las minas inglesas cerradas durante la época de Thatcher. Y la música clásica que acompañaba esos edificios era la que surgía de los instrumentos de la banda musical de los obreros de la fábrica que cerraba.

La historia avanza en la sucesiva derrota íntima de cada trabajador cuando ya no tiene qué hacer con su tiempo, con su conocimiento, con su fuerza. Pero al final, después de ese arrasador temporal que parece destruir lo poco que se tiene, será el compañerismo y la música los que devuelvan la dignidad y el orgullo de pelear. La banda de instrumentos de vientos de una de las tantas minas cerradas por el gobierno neoconservador gana un concurso nacional y en el momento de recibir el premio, el director, enfermo por la contaminación de la fábrica a la que le dio, literalmente, su vida, lo rechaza y maldice a los dueños de casi todo. Y vuelven al pueblo. Adonde pocos quedan. Porque la mina ha cerrado. Ya no tiene sentido quedarse en el lugar. Solamente quedan los talleres y el viento.

En Neuquén, más allá de las actuales propagandas que hablan de ciertos esplendores, fuegos artificiales que se apagan apenas se encienden, acaba de producirse una historia semejante a la descripta en la película y en tantos lugares en que las únicas fábricas existentes decidieron cerrar.

Nair Eliel Arévalo, de cinco años, era el último alumno de la escuela rural de Cura Mallín, la número 219.

Él y su familia viven en un puesto sanitario y dependen de los ciento cincuenta pesos que cobra su papá de un Plan jefas y jefes de hogar.

La escuela fue cerrada por una resolución del gobierno provincial.

No está en los cálculos de ningún funcionario que haya una sola escuela para un solo alumno.

La crónica periodística cuenta que a esa escuela iban los hijos de los mineros que trabajaban en la fábrica de la Cordillera del Viento, a veinticinco kilómetros de Andacollo. Había dos maestras, Mirta Fuentes y Marcela Ponce que hacían la comida, tocaban la campana y ayudaban a las familias en lo que podían.

Ahora la familia de Nair piensa instalarse en otra localidad para que complete su educación.

“Ya nada resta en este viejo pueblo minero, todos emigraron, las casas están destruidas. Los trabajadores de la mina se fueron y con ellos todas las posibilidades de desarrollo. Sólo algunas pocas familias quedan, que se dedican a la cría de animales para poder subsistir”, dice la nota.

Quedarán los edificios de la fábrica, los perfiles de las casas de los mineros, las paredes de la escuela y el viento.

Nadie sabe quién compuso la partitura de la expulsión de cientos de Nair y de los padres de chicos como él. No hay concursos en los que se premie a los hacedores de desastres.

Pero tampoco hay seguridad sobre el futuro de los pibes como Nair. Quizás él sí sea capaz de inventar una partitura nueva, una música que sirva para volver al trabajo, a la lucha, a la escuela.

Para que haya algo más que viento en las tierras del sur.

Fuente de datos: Diario Infobae 18-05-05

 


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