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Por Sandra Russo
(APE).- Mendoza se pone en foco. Un escozor generalizado e imperceptible debe estar recorriendo sus calles e inoculándose entre sus habitantes. El Centro de Seguridad Urbana de esa ciudad capital ya comenzó a instalar las cámaras para monitorear algunos e inconfesados puntos estratégicos. Los funcionarios sólo dieron a conocer dos ubicaciones. Las restantes permanecen en secreto.
Es “para prevenir el delito”, claro. Y si ése es el objetivo, va de suyo que no andarán avisando el listado de lugares observados. Los hombres de la municipalidad que están a cargo del operativo (100 policías comunitarios) podrán filmar y grabar todo lo que ocurra, observar a través de una computadora varias escenas simultáneamente, e intervenir cuando lo consideren pertinente. “El objetivo del sistema es llevar un registro para mantener supervisada la seguridad las 24 horas”, afirmó pomposamente Javier Passera, director de Seguridad. Cámaras fijas y móviles que se desplazan vertical y horizontalmente desde el mouse del centro de operaciones están ya apuntando sobre eventuales delitos, pero mientras tanto e irremediablemente, también están monitoreando escenas cotidianas de gente común y corriente que ahora ha abandonado su relajado anonimato y es potencial objeto de seguimiento, control y manipulación. De día y de noche. Con zoom para atraer un primer plano: todos podrán ser identificados.
Esta iniciativa que toma cuerpo en Mendoza forma parte de uno de los grandes debates de la época: hasta qué punto el reclamo de seguridad, amplificado por los medios y convertido en uno de los más relucientes caballitos de batalla de la derecha no se contrapone, invade, arrasa y disuelve el derecho a la intimidad. Los adúlteros mendocinos, por caso, deben estar alarmados: ir en el auto acompañado por la persona que no les corresponde ya puede ser un acto reconvertido en ficha, foto, legajo, acaso material de chantaje. El Gran Hermano abandona su instancia de reality show insulso y ligeramente morboso para estar a manos del Estado, de las fuerzas de seguridad, de alguien a quien uno no conoce pero que sí lo conoce a uno: lo ha visto pasear el perro, saludar al vecino, detenerse a charlar con alguien, meterse las manos en los bolsillos, toser, estornudar, hacer tiempo, fumarse un cigarrillo, rascarse la nariz, tomarse un café, sentarse en un banco de la plaza, bostezar. El Gran Hermano es esencialmente eso. Un ojo intrusivo que descubre que cuando se mira tan de cerca la vida cotidiana de la gente, lo que pasa es que no pasa nada. Pero ese ojo mirando no deja de ser amenazante. Acecha. Es un Gran Super Yo desplegado sobre la calle. Mejor no meterse el dedo en la nariz. Dirán: el sistema mejora las costumbres. Dirán: el sistema es preventivo. Que no pase nada significa que el sistema funciona. ¿Cómo saber si el sistema funciona porque no pasa nada o si el hecho de que no pase nada hace al sistema funcionar como un plus de control y vigilancia que en muchos casos alterará la vida pública de esa ciudad?
El reclamo de seguridad cobró tal fuerza en los últimos años, que nada se le opone y nadie se pregunta qué precio se está dispuesto a pagar para tener la ilusión de seguridad. Ofrendar la visión de la vida cotidiana de una ciudad a los ojos de un grupo de inspectores no es poca cosa. Verán, para justificar su razón de ser, conductas sospechosas, movimientos raros, cazarán a algún dealer menor, sabrán quién se rateó de la escuela, qué vecino se emborrachó hasta el desmayo. Y es curioso que, en otros planos, se siga rechazando con virulencia extrema la intervención estatal, mientras que, cuando el tema es la seguridad, los mismos sectores liberales que previsiblemente deberían defender la autonomía individual apoyen sin recelo la tutela, el monitoreo, la violación del Estado. Uno tiene derecho a sacar el perro a la calle sin que nadie se entere.
Fuente de datos: Diario Los Andes - Mendoza 17-03-05
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