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Por Alberto Morlachetti
(APE).- Miguel Hernández escribía qué cara de herido pongo cuando te veo y me miro por la rivera del hombro: cuerpos pequeños, que ya no parecen “pertenecer al mundo de los vivos”, tienen el singular privilegio de ser aquello “sobre cuya exclusión se funda la ciudad de los hombres”, escribe Agamben. La televisión exhibe -como parte del espectáculo- los ojos implorantes y sin brillo de un niño mutilado, al que “ya es difícil encontrar todavía con vida”.
La sociedad parece rendirse al presente, a su mediocridad y a sus injusticias. Parece utópico pensar en la producción de un futuro alentador de la dignidad de los humanos, sino apenas el consumo del presente; no hay más creación, apenas repetición.
Juan Carlos Blumberg -en su perfecta insensatez- el 2 de marzo, le llevó al gobernador Solá nuevas formas de penalización. Inscripto en una cultura que considera a los niños limpiavidrios y a las trabajadoras sexuales como terroristas urbanos, parece consagrar su vida a los dioses del infierno para salvar la asimétrica arquitectura social de la ciudad, de los niños que mueren al amanecer.
Blumberg sufre de aparofobia: la incapacidad de tolerar al pobre. La incapacidad de tolerar y de mirar a los ojos a aquel que está socialmente disminuido por un capitalismo que omite generar lo humano. El gesto más inocente, la travesura más pequeña de un niño de limosnas despierta en Blumberg el tiempo abundante de los odios contra la edad de la inocencia: calabozos o destierros para los pibes.
Quizás tenga razón Borges cuando decía que el modo más pobre del misterio es el olvido. El olvido de los otros que nos constituyen. La “bella jornada” de la vida sólo obtendrá ciudadanía política si los colectivos sociales abren su corazón de humanidad a otras perspectivas de crecer y madurar como semejantes.
Fuente de datos: Diario La Capital - Santa Fe 03-03-05
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