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Por Sandra Russo
(APE).- “No es la institución la que salva al chico, sino la calidad de vida de su mamá”. La frase la dijo el médico Carlos Grandi, a cargo del sector Epidemiología Perinatal y Bioestadística de la Maternidad Sardá, al ser consultado sobre algunos datos acerca de mortalidad infantil en el mundo, publicados la semana pasada en la prestigiosa revista científica The Lancet. Datos escalofriantes. “Cuatro millones de niños mueren al nacer o antes de cumplir el primer mes de vida.
Pero esta imagen nunca generó noticia”, fueron las palabras de Richard Horton, editor jefe de The Lancet, al presentar una serie de cuatro artículos sobre mortalidad infantil. Es escalofriante tanto que mueran -por causas evitables- millones de niños al nacer, como que eso no “genere noticia”. El mundo se ha adaptado a su deformidad. Acepta su sadismo. Asume su vileza. Las muertes neonatales superan el total de las muertes que anualmente provoca el sida. Los gobiernos y las empresas farmacológicas invierten muchos millones de dólares en investigación científica para encontrar la vacuna contra el sida, mientras la vacuna contra la mortalidad infantil se conoce desde siempre y no se aplica: calidad de vida. Las inversiones en la lucha contra el sida no son filantrópicas: quien halle la vacuna hallará una fortuna incalculable. La lucha contra el sida, así, es una nueva búsqueda de El Dorado, la promesa de un tesoro. En cambio, la imagen de los niños recién nacidos muriendo “no genera noticia” porque devolviéndoles la oportunidad de sobrevivir nadie, ni los gobiernos ni las empresas farmacológicas, ganaría dinero. La solución se conoce, es barata y requeriría solamente buenas intenciones mundiales para llevar alimentos y servicios esenciales a los bolsones de indigencia de donde salen los niños muertos que cada mes engrosan las estadísticas. Pero nadie hace nada.
En la Argentina, el ministerio de Salud acaba de lanzar en Jujuy el Plan Nacer, una iniciativa ya aplicada en otras provincias pobres para reducir la mortalidad infantil a través de atención específica de embarazadas y de niños y niñas de 0 a seis años. Aquí, los datos indican que un 60% de las muertes neonatales podrían reducirse mediante la adecuada atención en el embarazo y el parto. Y también que una de cada dos muertes infantiles podría evitarse. Pero volvamos al principio de este artículo, a la frase del médico de la Maternidad Sardá: “No es la institución la que salva a un chico, sino la calidad de vida de su mamá”. Una frase vertebral, porque aunque pueda aludir a alguna institución en particular, es genérica. La mortalidad infantil escapa, como fenómeno extendido y vergonzoso, a un plan institucional que provenga del ministerio competente, y por supuesto también a los esfuerzos aislados de médicos y enfermeras de alguna sala de primeros auxilios, de algún hospital provincial o nacional. Casi la mitad de la mortalidad infantil apunta sobre los recién nacidos de bajo peso. Esa variable implica generalmente un embarazo de pobre. Y siguiendo la línea más o menos recta en la deducción, eso a su vez implica que la mortalidad infantil es de alguna manera una pena de muerte que recae sobre la población más débil. Un castigo inconfesado y horrible, que ninguna persona de bien aceptaría... y sin embargo “no genera noticia”, es decir: no escandaliza, no asombra, no conmueve, no corta digestiones, no causa insomnio, no duele. El mundo en el que vivimos está asentado sobre un falso relato sobre el bien y sobre el mal. Cuatro millones de niños muriendo apenas nacen indica que las personas de bien no impiden el mal.
Fuente de datos: Diarios La Nación y Clarín 04-03-05
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