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Por Sandra Russo
(APE).- El “asalto al tren” es una figura del imaginario del western. En la sopa espesa de nuestros recuerdos olvidados se acumulan imágenes de películas de sábado a la tarde, en las que una pandilla de cowboys, acaso perseguidos por un sheriff, emboscaba a un tren y embolsaba el botín, que era generalmente oro o billetes. El tren era, en aquellas películas de nuestra infancia o adolescencia, el símbolo del progreso. Atravesaba territorios abandonados de la mano de Dios y la ley llevando en su vientre algún misterio. El botín literal era, como ya se dijo, el oro o los billetes, pero el misterio no se podía robar: el tren significaba un cambio de época que finalmente, a pesar de los cowboys y los sheriffs, se impondría inevitablemente. Los trenes que llegaban al Lejano Oeste norteamericano, como los trenes que habían empezado a atravesar Europa a comienzos de la revolución industrial, iban a implicar cambios económicos y sociales a gran escala, fuera del alcance mental de los cowboys y los sheriffs.
Muy lejos del foco de las cámaras de Hollywood, otros trenes se internaban en todas las latitudes. También en la Argentina. Y significaban lo mismo, o casi. En la Argentina el ferrocarril también fue sinónimo de progreso, pero las condiciones políticas en las que llegó encapsularon ese progreso. Progresarían algunas capas sociales, se enriquecerían algunas familias, se establecerían nuevas formas de explotación y cambiaría el paisaje de urbanización del norte y el sur argentinos: los pueblos se trasladaron alrededor d e las estaciones. Por donde pasaba el tren pasaba la riqueza. Pero seguía de largo.
El 24 de febrero, un tren pasó por el barrio tucumano de El Chivero. Veinte de los veintiocho vagones pudieron seguir su ruta, pero los restantes descarrilaron. La policía no pudo establecer las causas del accidente, pero sospecha que no fue tal. Sospecha que el tren fue emboscado, como los del Lejano Oeste, por alguna pandilla. De hecho, de los siete vagones descarrillados, sólo uno estaba cargado, pero a los pocos minutos del descarrilamiento quedó vacío. Los pobladores de El Chivero lo saquearon. El tren no transportaba oro ni billetes. Venía desde Ledesma y el botín era azúcar. Simple azúcar. Así son los asaltos de trenes sobre los que no se filma ninguna película. El norte argentino sabe de estos asaltos. En Santiago del Estero es leyenda al asalto al tren aguatero: pobladores desesperados y munidos de baldes y recipientes robando el agua. Agua, azúcar. Botines elementales por los que nadie debería cometer un asalto. Progreso que sigue pasando de largo.
Los vecinos de El Chivero seguramente habrán endulzado de más, esa noche, sus sueños, que deben ser módicos, igual que sus vidas. La modernidad que implicó el ferrocarril en su momento no los incluyó. La posmodernidad tampoco los incluye. Están fuera del alcance de los cambios económicos y fuera de la agenda de un país. Emboscan un tren, roban azúcar. Han quedado ahí, a la vera de la riqueza, viéndola pasar de largo una vez más. El tren descarrilado es una breve tregua en ese viaje de indiferencia.
Fuente de datos: Diario La Gaceta - Tucumán 25-02-05
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