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Por Angel Fichera
(APe).- Había una vez un niño que leía. Leía el pensamiento, la borra del café, la suerte en las líneas de la mano, los avisos fúnebres de periódicos atrasados. Leía las llamadas, los prólogos, las notas a pie de página y las referencias bibliográficas lo llevaban a conocer otros autores, otros textos...
Ya se subía a un banquito y arrasaba con la biblioteca de sus padres. Ya se la pasaba hojeando la guía telefónica, o con lupa los prospectos de todos los medicamentos que poblaban la casa.
Había leído en algún sitio que leer era un hábito en franco retroceso. Pero él avanzaba en sus lecturas como un topo bajo tierra. Leía de corrido, de costado, relojeando en los transportes públicos. Leía en el baño, en el almuerzo y en la cama. Retozaba con Pessoa, Bradbury o Cortázar, y se dormía con un libro en su regazo.
Cerrando los ojos seguía releyendo, poemas surrealistas, oníricas tramas literarias. Y despertaba con los dedos en braille como tratando de atrapar alguna frase suspendida en el diáfano lenguaje del aire.
Hasta que, por fin, le compraron un televisor.
Edición: 2386
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