El regreso de El Familiar

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Por Carlos Del Frade

(APE).- Había una vez una provincia que era sinónimo de flores y dulzura.   Jardín y azúcar, eran sus símbolos.   En la década del ochenta del siglo diecinueve, el entonces presidente de los argentinos, Julio Argentino Roca, envió una locomotora de regalo para la hija del señor Hilleret, uno de los dueños de los ingenios azucareros de la provincia imaginada por Pulgarcito.

Roca rendía subordinación al francés que había popularizado un monstruo propio. Le llamaban El Familiar, un enorme perro negro de ojos y dientes tan rojos como la sangre de los obreros rebeldes que no se resignaban a pedir permiso para vivir.

Roca, niño mimado de las oligarquías del interior, fue uno de los primeros en entender que el capitalismo necesita de muerte y dinero para crecer.

Y el que es capaz de matar, es capaz de generar dinero.

Por eso Roca regalaba desde el Estado, al mismo tiempo que recibía regalos de los que se beneficiaban con la sangre derramada por el general de la Patagonia.

Tucumán, jardín de la República, la tierra de la dulzura blanca del azúcar, parió dirigencias políticas, militares y empresariales que reciclaban una y otra vez al monstruo del francés, El Familiar. El devorador de obreros díscolos.

En los años setenta, durante la noche carnívora del terrorismo de Estado, en los mismos galpones que durante décadas albergó al gran perro negro, los militares encontraron el lugar exacto para sembrar uno de los tantos centros clandestinos de detención que florecieron en la tierra de la dulzura.

El gendarme que se hizo socio de El Familiar, Antonio Bussi, fue amigo de los dueños de los ingenios azucareros.

Después de la sangre derramada, quedó la riqueza para pocos y la pobreza para muchos.

Volvieron a cerrarse los ingenios y se multiplicaron los brotes escandalosos de la desocupación.

El asesino Bussi fue votado gobernador y recibió el apoyo de los señores feudales del trapiche y la caña.

Después vino el tiempo de “Un muchacho como yo” y su “Yo tengo fe” y su “Creo en Dios”. El pibe cañero, vendedor de café, cantor popular, figura de televisión y amigo de Sinatra. Palito Ortega volvió a hacer reír de felicidad a los que siempre reían en aquel jardín de leyendas donde siempre reinaba El Familiar.

Hace tres años que las imágenes inauditas de los pibes desnutridos de Tucumán siguen apareciendo en la televisión, en los diarios, en los números de las estadísticas... “Los ojos de la tristeza infinita”, como diría el maestro y escritor Eduardo Rosenvaig.

Los ojos de la tristeza infinita de los pibes tucumanos ven una vez más las fauces de El Familiar que hace rato saltó los alambrados de los ingenios cerrados y se metió en los días y las noches de las mayorías tucumanas.

Lorena González tiene nueve años y una desnutrición de segundo grado. Pesa veinte kilogramos, diez menos que el promedio para su edad.

Su mamá, Irene, de 47 años, cobra ciento cincuenta pesos de un Plan Jefa y Jefe de Hogar.

-Yo no quiero llorar, porque mi mamá me pide que no llore. Pero cuando me hace ruido el estómago me cuesta mucho dormir -dice Lorena-. Entonces le pido a mi mamá que me dé la mano. Y ella me hace acostar a la par y me hace muchos mimos para que me olvide de que tengo hambre -apunta la piba alimentada con amor y casi nada más.

Sufre una cardiopatía y el médico le pide que coma más. A veces logra comer en la escuela. Un pan en forma de tortilla, una banana y leche con chocolate. El problema resurge los fines de semana. Ahí la esperan las fauces de El Familiar. Siempre listas para morder la vida de los chicos tucumanos. Los que inventaron al monstruo son también los autores del hambre de esos pibes.

La tierra de la dulzura, del jardín y de los azahares forma parte de la leyenda.

Igual que la independencia que se declaró hace mucho.

El Familiar se devoró casi todo.

Ahora va por Lorena y otros tantos como ella.

Fuente de datos: Diario La Nación 01-12-04


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