Nicolás Arévalo vuelve a interpelar a la Justicia

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Por Silvana Melo

(APe).- Tenían razón. Tenía razón Nicolás, con el cuerpito plagado de endosulfán. Tenía razón la familia de Nico y Celeste. Tenían razón los vecinos de Lavalle, Julián Segovia y las organizaciones que los acompañaron. Hoy la justicia reconoció culpable al horticultor Ricardo Prieto y lo condenó a 3 años. Se supo la verdad. Nicolás Arévalo fue asesinado. Trece años tendría Nico si no hubiera sido la primera víctima probada, contundente, estallado su cuerpito de cuatro años del veneno que limpiaba de bichos las tomateras de Lavalle. La primera víctima probada del sistema productivo que intoxica para alimentar y que se transforma en un arma mortífera para la pequeñez de un niño que juega en el barro y chapotea sus patitas en un canal de desagote de venenos en el Paraná. Y se convierte también en una señal categórica de que tantas veces la Justicia se sienta a cenar con el poder y no les abre a los cesanteados de todo banquete. En aquellos días de 2016, cuando el martirio de Nico fue a juicio y Ricardo Prieto, dueño de la tomatera, fue absuelto de culpas y de cargos, la familia de Nicolás y Celeste –la prima que sufre secuelas hasta hoy- supo que la lucha sería complicadísima. Pero lograron un nuevo juicio que empezó hace diez días, entre otras cosas gracias al empecinamiento del abogado Julián Segovia, que murió el año pasado por un tumor cerebral. Hoy hay culpable señalado. Y aunque no haya cárcel, hay -como pide Josefina Arévalo- verdad.

“Pasamos una pesadilla. Cuando Nicolás y Celeste se envenenaron fue terrible; una se sentía sola, rechazada, discriminada”, dice a APe Josefina Arévalo, tía de los chicos y referente de la Federación Campesina Guaraní de Lavalle. “Los médicos, la gente, nos trataban como si estuviéramos enfermos. Fue horrendo y no lo vamos a olvidar jamás”.

A Mercedes “Meche” Méndez, enfermera del Garrahan y ángel guardador de los niños fumigados, Gladys -la mamá de Nicolás- le contó que vivían frente a una tomatera donde “tiraban venenos”. “Que en esos días habían tirado y que las zapatillas de los chicos tenían incluso pegado el barro que se había hecho al mezclarse con el agua que venía de la tomatera”.

Josefina siente en el pecho una mixtura de angustia y cierto permiso a la esperanza. “Hoy estamos reviviendo todo. Lo que nos llevó a ser fuertes es demostrar nuestra verdad: que Nicolás se murió intoxicado, envenenado, que no fue como decían que nosotros estábamos enfermos de otra cosa. La pasamos malísimo, una pesadilla que ojalá a nadie más le toque”.

“Es bisagra en la lucha contra los agrotóxicos por las características singulares”, define a APe Emilio Spataro, desde la Fundación Amigos de la Tierra. Supo de la muerte de Nicolás “por un pequeño recuadro en el diario Epoca que decía que había fallecido un niño producto de una intoxicación por la fumigación con un insecticida”. No se informa así en los medios, “no se sostiene de forma tan contundente y directa que fue por culpa de las fumigaciones”, analiza. “Y eso fue posible porque la familia y los médicos en Corrientes capital no tuvieron ninguna duda del origen del cuadro de Nico antes de su muerte; la familia y el municipio de Lavalle eran plenamente conscientes de lo que implicaban las fumigaciones en la horticultura”.

Nicolás y Celeste vivían sitiados por el Paraná y los tomatales. La casita rural con poca vecindad y el horizonte al alcance de los ojos fue preexistente. Hubo felicidad aunque escaseara lo demás. Hasta que llegaron las tomateras. “Que se iniciaron frente a nuestra casa –relata Josefina-; los que estábamos primero éramos nosotros. Era nuestro campo, de mis padres, de toda la vida”. Un día los tomatales rodearon la casita, se metieron en el patio y las derivas de las fumigaciones bañaban las cabezas de los niños e intoxicaban el barro, la ropa tendida, los juegos y la vida.

Cuenta Spataro que “buena parte de la familia de Nico trabajaba en los establecimientos, con precariedad laboral, aplicaban agroquímicos como trabajadores rurales sin protección, una situación asumida por la localidad, en un contexto de pobreza y vulnerabilidad”. Josefina agrega que “habían dejado de trabajar en la tomatera desde hace un tiempo. Nuestro trabajo era la fabricación de ladrillos”. Los vecinos “siempre tuvieron ese miedo de querer conocer o creer, siempre defendieron a su patrón. El miedo era perder su trabajo, que para ellos era el único que había”.

Nicolás y Celeste jugaban en un patio tomado por el sembrado, que no tenía frontera. Y él se metió en el barro del charco de desagote. La maravilla del mundo a los cuatro años es chapotear en la tierra y el agua. Llenarse hasta los tobillos de barro. Sin imaginar que la muerte espera, tranquila y serena, a los daños colaterales del sistema. Que tantas veces son los niños de cuatro. O de seis, como Celeste. Que aspiró el veneno pero no metió los pies en el lodazal.

A través de Infancia Robada, la organización de Martha Peloni, llegó el abogado Julián Segovia a la familia. En 2016 relató a APe que "Celeste estuvo en lista de espera para un transplante hepático”. Pero pudo llegar al Garrahan donde le practicaron una hemofiltración. Y le salvaron la vida. “Tiene secuelas como dolores, mala circulación y enfriamiento de las piernas.” Por eso la justicia que se pide es por la muerte de Nicolás y por las lesiones sufridas por Celeste. Que son permanentes. El endosulfán, si se inhala, se traga o se absorbe a través de la piel, afecta directamente el sistema nervioso central. Segovia murió de cáncer el año pasado. Pero su lucha se extiende hasta este juicio de hoy, donde una justicia que puede mirar, tal vez, con ojos menos parciales, vuelve a explorar la muerte de Nico y los dolores de Celeste.

Josefina Arévalo reconoce, en aquellas soledades terribles, “el abrazo” de los Guardianes del Iberá y de Infancia Robada. “Julián (Segovia) donde está, con Nicolás, sigue luchando”, dice. Con la esperanza de dejar atrás “esa primera instancia donde nos maltrataron, a pesar de que teníamos la prueba de que a Nicolás lo mató un veneno”. Con un sabor amargo piensa “qué más se podía esperar de la justicia, con la verdad ahí, que un juez venga y escuche todo, que un médico diga el porcentaje que tiene de endosulfán en su cuerpo, en su hígado, en su cabeza… eso fue fatal, pero el juez no creyó. Y declaró inocente a un tipo que es el culpable...”

Celeste, dice Josefina, “está atendida por psicólogos, a la mamá le controlan si la nena va a la escuela, como si los papás fueran los que hacen las cosas mal. Ella ya no es la nena que era antes, hay cosas de las que no se acuerda, otras que le decís y a los tres minutos se olvida”. Emilio Spataro recuerda los días en que Celeste “peleaba por su vida; ella estuvo en coma mucho tiempo.

Tres meses internada en el Garrahan, mientras el resto de su familia en Corrientes padecía de todo”. En esos días, “estaban muy solos; sufrieron una campaña de desprestigio muy fuerte desde los medios y la política: desde las radios locales decían que toda la familia tenía hepatitis y que Nico había muerto de una hepatitis fulminante. Nadie se quería acercar a ellos”. Fue el cura Rodolfo Barboza, “uno de los últimos tercermundistas de Corrientes”, quien luchó a pesar de los años que le pesaban en las rodillas y en el alma, “para desmentir el estigma de los Arévalo”.

A la vez el propio Spataro pasó por un calabozo en medio de la campaña contra las fumigaciones en el cultivo del arroz. En “Colonia Carlos Pellegrini estuve detenido e incomunicado en una alcaidía como para que fuera aleccionador. Eso generó un nivel de apoyo y solidaridad que nos permitió realizar el primer encuentro de pueblos fumigados del nordeste”. En ese contexto se conectó con la familia Arévalo, que aceptó participar del encuentro. “Fue un hito porque recibieron el apoyo de todo el movimiento socioambiental y eso rompió el aislamiento”.

El 4 de abril de 2012 “fue la primera movilización en Lavalle, con el cura Barboza, Marta Peloni y Julián Segovia en la causa; el mérito de esta reedición es absolutamente de él”. En el medio, “había un chiquito que había sufrido contaminación y era José Carlos (Kily) Rivero, que fue internado en el Garrahan donde falleció el 12 de mayo de 2012”. Con Meche Méndez acompañando a la familia. Meche, que se preguntaba por los dos niños de cuatro años muertos en un pueblo mínimo. “¿Y si en lugar de haber sido por agrotóxicos, hubieran sido dos muertes en un año, en una ciudad de 5000 habitantes como Lavalle por inseguridad por ejemplo, ¿cuál habría sido nuestra reacción como sociedad? ¿Y la reacción de los medios, corporativos o no?”.

En el borde que le dibujan las tragedias a la vida, las familias hacen lazos de contención y búsqueda de justicia. “Tenemos contacto con la familia de Kily (José Rivero), somos vecinos, hoy estamos padeciendo el mismo dolor; también estamos comunicados con la familia de Rocío Pared, la nena de Mburucuyá”. Rocío recogió una mandarina que se cayó de un camión, la comió y murió a las pocas horas. Estaba contaminada con carbofurán. “La lucha contra la fumigaciones que matan es una lucha en grupo familiar, buscamos ayudar a las familias que pasan por esto”, relata Josefina. Que sólo espera para estos días una sentencia que diga la verdad. Ni siquiera espera que Prieto vaya a la cárcel. Quiere que la verdad se diga y se enarbole y flamee como una bandera.

Emilio Spataro traza un bosquejo escalofriante del poder: “uno de los miembros de la familia empresarial responsable de la muerte de Rocío es el abogado defensor de Prieto en el caso de Nicolás”. Entonces “se trata de una pelea en Corrientes contra un sector. No es un productor aislado. Es un sector que mantiene trabajadores en negro esclavos, infantiles, que le pide subsidios al estado pero cuando el precio del tomate no les cierra los tiran al borde del camino para que se pudran; una provincia donde hay hambre, pobreza estructural desde siempre”. Donde “el que no es dueño del establecimiento es hermano del juez, es primo del intendente”. En ese contexto, “el primer juicio fue bochornosamente politizado en el mal sentido. Los miembros del Tribunal atacaban a los testigos como si fuéramos los acusados”. Entonces “es una victoria gigante la reedición del juicio”.

Ricardo Nicolás Prieto, horticultor, es un mínimo engranaje en un sistema productivo perverso, que envenena para producir alimentos, que mata niños en lo que Walter Pengue llama externalidades. Es decir, costos ambientales no reconocidos en la producción y concentración de la riqueza. El endosulfán fue prohibido después de la muerte de Nicolás. Pero podía usarse hasta que se terminara el stock. Un concepto crucial del capitalismo por el que no se concibe una fisura en la rentabilidad. El carbofurán que mató a Rocío también fue quitado del mercado después de su martirio. El mismo veneno que mató a casi un centenar de cóndores en dos años. En vías de extinción, los cóndores y los niños.

Mientras tanto, se sigue fumigando en las puertas de las casas del Kily y de Rocío.

Y la justicia tuvo la oportunidad flaca de buscar la verdad. Y lo hizo. Ahora hay que decirla y hacerla flamear, como una bandera. Para que los ojos de Nicolás, sobre los que cae eternamente un flequillo rubio, niño puesto dentro de una chomba celeste, puedan abrir camino con Kily, con Rocío y con Leila y Joan y Antonella y centenares más para que se pueda chapotear en la tierra sin morirse. Una tierra que vuelva a ser la Pacha. Y que abrigue sin envenenar.

Edición: 4134

 


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