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Por Claudia Rafael y Silvana Melo
(APe).- Entre sus pasillos, sus cumbias y reggetones, sus parrillas callejeras y sus prefectos en danza, las barriadas populares de capital y conurbano quitan el sueño de los gobernantes. Centenares de miles de personas hacinadas puestas a aislarse obligatoriamente para repeler un enemigo que no ven pero que acecha globalmente estragando la Europa soberbia y lejana. Ellos, centenares de miles de vecinos, ciudadanos, mujeres, hombres y niños ninguneados históricamente, pierden la escuela, la changa, el cartón, la basura del super y les viene el hambre como otro virus, pero ése bien palpable. Ellos son los más frágiles de este tiempo. Son los anónimos, los que toman del agua insegura, los que muchas veces no tienen para lavarse las manos, los que perderán el trabajo ocasional, la limpieza por hora, los que no tendrán para darles de comer a las crías. Y el peligro es que ardan. Aunque la frontera de su hambre no los deje ver que lo que puede venir sin ese aislamiento será una catástrofe que atacará de lleno en esa fragilidad.
“Hay el doble de gente en el barrio”, dice a APe La Poderosa. “Ahora están los que normalmente van a la escuela, los que normalmente están ganándose el mango pero ahora en su casa y sin el mango. Entonces los comedores están completamente desbordados”. La Zavaleta se infla de población en el fin de semana largo que seguirá oliendo a fin de semana y largo por bastante tiempo.
Mientras tanto, el Estado está volcando recursos y esfuerzo para que el alimento llegue directamente a las viandas y a los bolsones. Y las organizaciones sociales refuerzan su trabajo territorial para evitar un incendio en el que siempre pierden los más frágiles.
En la 21-24 el padre Toto está en la parroquia de Caacupé como todos sus santos días. Es feriado y muchos servicios de comedores y centros de salud están cerrados. La parroquia es el espacio donde todo confluye. “A la 1 todos los días damos almuerzo y nuestros colegios parroquiales tienen su sistema de entrega de vianda a partir del comedor. Estamos acompañando al barrio. Hay mucha necesidad de alimentos y también de acompañamiento y de orientación en distintas situaciones”, dice Toto y aclara que “todo se agrega a lo que ya pasa en el barrio” porque el coronavirus todavía es un fantasma que anda rondando pero no pateó aún las puertas de la villa. Sin embargo “acá hay familias que tienen gente que se muere por otros problemas, muchos típicos de la exclusión. En el hogar de Cristo salimos a repartir comida a los chicos que están en la calle y en consumo”. Ahora “son momentos de estar en casa y en aquellos casos en que se necesita, poder acudir a la parroquia”. Toto, que mantiene en su estado de whatsapp el deseo “ojalá que en el cielo haya fútbol”, apuesta a que “no hay que perder la calma y la paz”.
Villa Itatí
Las calles de Villa Itatí están atravesadas por el intenso calor y un sol que parte en dos el mediodía quilmeño. La larga fila de habitantes de la barriada espera la llegada del camión del ejército que arrastra la cocina de campaña. Desde hace un rato los pobladores se encolumnan, uno tras otro en una cola que se extiende más allá de los ojos y a riguroso metro y medio o dos de distancia, sobre la vereda. La camioneta de Defensa Civil precede al camión escoltado por la policía. Es extraño en este país. Todos aplauden la llegada del vehículo verde oliva y al rato se van con el tupper lleno y embolsado. O con una bolsa con pan.
Cada camión del ejército cargaba en esos "termocontenedores" de 250 a 300 raciones de comida. A Quilmes llegaron 1000 raciones.
Está asentada en una de las llamadas zonas calientes. Allí donde el estado deberá poner todas las herramientas porque el hacinamiento y la desprotección son un combo de riesgo que funcionaría de abono para cualquier estallido sanitario y social. Ya hay enfermedades evitables como sustrato casi permanente. El dengue y la tuberculosis hace rato que irrumpieron para quedarse y están al alcance de la mano.
No es sólo el riesgo de vivir sin techo ahí donde el calor y el frío se sienten el doble o el triple en la piel y en las tripas. Es también saber que una casa preparada para sostener a los muchos integrantes de una misma familia tiene hoy por hoy, por responsabilidad y obligación sanitaria, a todos conviviendo todo el tiempo. En familias en las que quien no sale a rebuscárselas un día, no cobra.
La Carcova
En la otra punta del mapa del conurbano bonaerense se erige Villa La Carcova, en el partido de San Martín. A las espaldas de la villa se eleva la montaña de basura de la Ceamse, el relleno sanitario creado hacia 1977, que acumula los desechos de los porteños y de los habitantes de gran parte del conurbano. De esa montaña viven los recicladores urbanos, individualmente u organizados en cooperativas.
Samir Palaia está en los últimos tramos de su carrera universitaria en Trabajo Social. Desde hace unos once años que llegó desde Chaco y varios desde que trabaja codo a codo con el sacerdote Pepe Di Paola en La Carcova. “Una primera foto de estos días es la de los pibes jugando en la calle, a pesar de que hoy hay menos gente que el viernes dando vueltas. La mayoría de las personas acá trabaja en cooperativas de reciclado y cobran un precio por tonelada o van a la montaña cuando entran los camiones. Pero todo esto se cortó desde hace una semana. Se cortaron las clases. Las y los compañeros que van a cartonear a capital ya no encuentran esa base sustancial en la economía de nuestro barrio. Y hoy, que fue el primer día en que entregamos viandas a las familias de nuestros pibes, todo se terminó en diez minutos. Sabemos que va a crecer”, describe a esta agencia.
La historia misma de la villa La Carcova, larga en el tiempo, está anclada en violencias y abandonos, en precariedades y destinos inciertos, en hacinamiento y tímidas esperanzas que hay que buscar como a diamantes en la montaña del relleno para que vean la luz. “Estamos al costado de un arroyo, hace mucho calor, mucho frío y las condiciones de vida acarrean enfermedades ya de por sí”. Samir siente que hay que pensar estrategias de cuidado y contención real y viable, más allá del aula virtual o el canal de tv. Para hacerle frente a la vida de chicos que transcurren en los márgenes. “Los pibes son el pararrayos de las decisiones, angustias y violencias del mundo adulto herido que transitan sus padres. Adultos que no pueden generar estrategias de producción económica, estrategias de circulación, de ocio, deportivas, lúdicas. Es muy complicado no imaginar un escenario de violencias porque los pibes están quedando en mucha soledad”.
Suma de carencias
La mayor parte de los pibes viven con sus abuelas, relata Carla Carreño desde Villa Club, en Hurlingham. Y tal vez por eso “nuestra gente tomó mucha conciencia”. En esas barriadas del olvido, el grueso sobrevive a fuerza de changas o de ferias y “se hace muy difícil el acceso a la comida y a remedios extras. El hacinamiento en el que viven hace que la plaza o la calle sean el patio. Y las escuelas y las organizaciones sociales trabajamos mucho en la prevención así que los pibes la tienen bastante clara”. Hay un piso de servicios deficiente y desde ahí se parte. “Muchas veces los vecinos no tienen luz o no tienen agua. O no tienen ninguno de los dos. Así que los vecinos que tienen, ayudan a cargar tanques con agua y otros llaman a bomberos. Por eso sentimos que la situación es desesperante no tanto por la cuarentena, sino por la suma de todas las carencias”.
Desde el Sur profundo, Bondi Sur –una organización social que trabaja con personas que viven en la calle- recorre las arterias de Lanús, Banfield y Lomas de Zamora. “Hay lugares donde sólo permiten ir a tres voluntarios pero acompañados por gente de defensa civil y se reparten viandas”, cuenta Jonathan Zaín. “Muchos de los que van a buscar comida ya ni van. Y no sabemos qué hacen”, agrega.
Las calles son duras siempre. Nadie elige ese territorio inhóspito para dormir y para vivir. Pero la calle se torna aún más despiadada cuando ya no hay dónde pedir, ni qué cartonear, ni nadie con quien hablar.
La 21-24
Delia fatiga varias organizaciones. “En el barrio es complicado hacer cuarentena porque la gente tiene que ir a los comedores a buscar comida”, dice. Tal vez por eso los ve, “por los pasillos y por la calle grande, yendo y viniendo”. La villa no tiene casi trato con la bonaerense. Es la prefectura la que reina en el territorio. “Andan por las calles diciéndole a la gente que no salga, pero se hace difícil”.
“En los comedores comunitarios ya preparan doble ración –dice Delia-. En la parroquia desde el viernes empezaron a hacer viandas para que gente retire con tupper. Antes iban sólo los chicos a comer. Ahora es para toda la familia”.
Pero a la hora de la enfermedad, el terror es al mosquito. Porque lo ven. Y hay familias enteras enfermas. “Hay muchas manzanas con dengue. El fin de semana se llamó a la ambulancia por una familia con varios que tenían fiebre y la ambulancia nunca vino. Y como es la villa, cuando alguien tiene fiebre, no entran. Es maltrato, es discriminación y nosotros somos gente laburadora. Por uno o dos pagamos todos. Y no pueden andar los remises. Por miedo a que les saquen los vehículos, no andan. Y no tenemos nada. Nadie nos va a querer llevar”. Es el futuro inmediato que vislumbra Delia para cuando asome el coronavirus. Por eso el aislamiento. Complejo, difícil. Pero imprescindible.
“Somos cuatro y la casa es chiquita. Afuera, la mayoría está en la calle –relata Estela-. Veo que mucha gente se sigue sentando en grupos, tomando mate o cerveza en botella compartida. Tal vez no creen que aquí va a llegar el virus. Porque se escucha que es por culpa de los que tienen plata y viajaron”.
Delia insiste en que “acá la mayor desesperación es por el dengue; en los comedores, hay alcohol en gel. En la salita también. Pero no hay en las casas. Jabón tienen pero hay problemas de agua. Hay que tener el tacho tapado, cuidado con que en el agua limpia también nacen los bichitos del dengue y está complicado”. Para colmo, “este fin de semana se cortó tres veces la luz a la noche. Y es un problema”.
Mientras tanto, dicen, “en el barrio hay gente nueva todos los días. Los alquileres no alcanzan, mucha gente se vuelve de la provincia y se viene a capital. En los comedores hay lista de espera porque no llegan a tener comida para todos en el barrio; en una casa viven 4 ó 5 familias juntas, con chicos. Y mucha gente que viene de afuera, que tenía familia en el barrio y se vinieron. Hay cada vez más población y menos insumos”.
A diferencia de la tuberculosis, el Chagas o los males del hambre multiplicada, el coronavirus llegó de la mano de las clases sociales más poderosas. Pero son los desarrapados y los olvidados de la tierra los que pagarán las peores consecuencias si el virus se expande. Si traspasa las fronteras de las villas y barriadas populares hará estragos. Esta vez, para defender la vida no habrá que salir a las calles.
Ya llegará ese tiempo nuevamente.
Fotos de la 21-24: José Luis Morales
Edición: 3963
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