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Por Silvana Melo
(APe).- El individualismo a ultranza, la alimentación ultraproteica del gendarme que opera en cada sujeto social, la salvación personal a costa del naufragio del resto, el asomo de lo peor de todos, como asoman las hormigas cuando huelen la lluvia. Con esas maletas llegó el virus, una probable arma bacteriológica que el capitalismo utiliza para la limpieza de frágiles. A los niños los matan de hambre, de venenos, de gatillo fácil y de paco. A los viejos los dejan morir en el primer mundo sin atenderlos: el virus los arrasa y no vale la pena gastar. Es la clase dominante la que tiene la manija de la supervivencia. La que compra a rabiar, la que viaja, trae el virus y no se pone en cuarentena, total el problema es para los demás. El virus desnuda el capitalismo en su peor revés. En el dorso más cruel. En la nuca de un sistema que suele mostrar el rostro de emoji sonriente para conceder eso del capitalismo de rostro humano. Pero cuando se da vuelta está el leviatán. Y están los dueños del mundo colocando y sacando a gusto y placer para que los desgraciados sean más desgraciados y los propietarios del privilegio lo escrituren para siempre.
Capitalismo de desastre, lo llama Naomi Klein. Que es posible porque el basamento humano de ese capitalismo es numeroso. Muy numeroso. Demasiado. Y maneja los medios de producir, de comunicar, de sentir. De amar y de odiar. El resto, consume o resiste.
“El hambre incide cada año en la muerte de 2.400.000 niños menores de 5 años. Pero, no siendo contagiosa, las clases medias y altas mundiales de ningún modo sienten que sus vidas estén amenazadas. Por ende ‘el mundo’ sigue su curso y no toma medidas extraordinarias para impedir semejante número anual de muertes evitables”, dice Marcelo Giraud citado por Darío Aranda.
El hambre no es contagiosa y la pobreza tampoco. Sin embargo, se escapa de ellas como de las peores pestes. Escapan las clases dominantes y los vecinos de los apestados. De vez en cuando aparecen los virus limpiantes. Los troyanos de las orillas más débiles de la humanidad. A veces son los mosquitos. Y las enfermedades viejas que asoman, felices del regreso en una tierra que cultiva para ellas.
Sólo en Misiones hay decenas de miles de infectados de dengue (4.000 oficiales, número al que el propio ministro de Salud provincial le agrega un 0 a partir del notorio subdiagnóstico).
Son 65 los infectados de coronavirus.
Muchos podrán quedarse en su casa. Otros muchos podrán irse a su casa.
Los más de ocho mil que viven en la calle sólo en la ciudad de Buenos Aires, no. Apenas podrán aterrizar con sus huesos en la vereda ocasional. En el hall del banco que pintó esa noche. No hay cuarentena para la infancia que se refugia en Constitución ni para la doña que aguarda que se desocupen las butacas de esperan en Retiro a las dos de la mañana para dormir su sueño de duras penas. Su sueño de madrugada.
En catorce días sin clases muchos chicos de inicial, primaria y secundaria estarán de cuarentena con madres y/o padres que pueden irse a casa. Que tienen casa. Que tienen trabajo. Y posibilidad de hacerlo desde casa. Los chicos tendrán conectividad y posibilidad de cubrir on line la ausencia de presencialidad escolar.
Otros tienen apenas madre, que no sabe cómo hará para salir a trabajar en negro con los pibes en casa. Porque no puede limpiarle on line la casa a la señora, que le paga por día y si no va no cobra. De conectividad no tiene idea porque en casa no hay wi fi ni ella tiene datos en el celular.
Suerte que a las 12 podrán hacer a la cola en la escuela, separados por un metro veinte, distanciados socialmente entre ellos mismos, para llevarse la vianda y comer en casa. Solos y aislados porque las plazas estarán cerradas.
Mientras tanto, más olvidados que nunca, siguen muriendo los niños wichí en la Salta de los confines, allí donde se cierran las fronteras, en la Santa Victoria Este donde se muere de hambre y de sed, donde se desmontó la vida y los bordes de la muerte dibujan huesitos como lluvias ajenas.
Pero ya nadie los conoce más. Nadie los vuelve a ver. Porque los que sí se ven arrasan con las góndolas de los supermercados y compran lo que no les hace falta, lo que no comerán, el alcohol que no usarán, el papel higiénico con el que no se limpiarán.
Sacan su gendarme y denuncian al primero que les estornude cerca.
Y cuando llegan a su casa cierran la puerta con llave, prenden el televisor y se abrazan a sus pertenencias. A su comida y a su papel higiénico.
Y los niños en la Salta bella y ferozmente injusta se seguirán muriendo. No precisamente de coronavirus. Es el capitalismo del desastre que hace su trabajo en exquisita eficiencia. Corta, separa, desecha. Profundiza la brecha. Anancha el dolor. Desnuda lo más áspero de la condición humana. El virus como causa de esta calamidad es una pobre causa, pensaría Ramón Carrillo.
Mientras Cuba produce el interferón beta, un antihéroe que en China y en España ya está poniendo al virus de nalgas al norte.
Y unos cuantos pertinaces insisten en creer que la única salida es colectiva.
De otra manera, no hay cómo sostener esta obstinación en la esperanza.
Edición: 3958
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