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Por Silvana Melo
(APe).- La mandarina de Rocío, de Mburucuyá, los 34 cóndores de Malargue, el niño de General Alvear, los 200 perros de Ignacio Correas, Diógenes (75 años), bañado de veneno en un pueblito santafesino, los 150 perros de Pirovano, los pájaros que caen muertos del cielo en los sembradíos, la familia suicida de Embarcación, la vida misma, paralizada y sin aire. El modelo de producción (minera, agraria, social) avalado en la Argentina por la unanimidad política ortodoxa, se cimenta y se sustenta en el veneno. En una guerra declarada a las distintas reverberaciones de la vida, va alternando sus armas de destrucción masiva para asegurar su fatal eficacia. El carbofurano se erige, hoy, como la estrella tóxica que puede terminar con todo signo vital que vuele o camine y dejar un brote de soja solo y cristalino en medio de la devastación. El glifosato sostiene su poder simbólico en el olimpo de los plaguicidas. Pero el Furadán (marca comercial del insecticida) ha tejido pergaminos como para ser deidad en un país donde los venenos más letales son la base de la producción de alimentos.
El carbofurano, además de tener una eficiencia letal ante insectos y aves, es un insecticida sistémico: la planta lo absorbe desde la raíz y lo distribuye en tallos y hojas . Está catalogado como extremadamente tóxico y es un predador implacable de peces, aves y abejas. Europa lo prohibió en 2008 y Estados Unidos está en las puertas de hacerlo, pero en la Argentina está apenas restringido por el Senasa: sólo se prohíbe para plantaciones de pera y manzana. Por lo tanto, es un veneno legal, que se comercia y se utiliza con la misma irresponsabilidad del resto de los agrotóxicos y sin un mínimo control desde una política de estado que, más que vigilarlo, lo avala. Más de protegerse de él lo coloca en la base de su construcción.
Las aves son víctimas dilectas de carbofurano: maliciosamente presentado en granos, el pájaro lo confunde con una semilla y la falsa semilla lo estraga. No es una imagen literaria que los pájaros lluevan del cielo en los sembrados.
La masacre de 34 cóndores en Malargue fue posible a partir de chivos y ovejas muertos y recargados con el veneno. Un sebo eficaz para el ave real y jefa del cielo pero además carroñera. Los cóndores que mató el Furadán son más de los que hoy surcan los cielos de Venezuela. Logran crías apenas cada dos años. Viven 70. Y están cada vez más ausentes en una tierra feroz.
El carbofurano es, entre los agrotóxicos, uno de los más implacables con los seres humanos: sólo el aldicarb y el paratión lo superan. Apenas un mililitro devasta a una persona. Acaso esa eficacia buscó el matrimonio y su niña de Embarcación que en marzo de 2016 tomaron Furadán. Y murieron casi instantáneamente.
Los más de 200 perros muertos en Ignacio Correas, un pueblo cercano a La Plata, colapsaron al tomar contacto en pasto en una zona casi rural. Era el invierno de 2017. Todos tenían carbofurano en las vísceras.
Unos 150 perros, gatos, gallinas, patos y aves silvestres cayeron fulminados en Pirovano en 2012. Un pueblo cercano a Bolívar que trascendió a los medios nacionales por una mortandad inexplicable. Hasta que se descubrió el arma criminal: todos estaban plagados de carbofurano.
Diógenes Chapelet tenía 75 años y vivía rodeado de campos en un caserío remoto de Santa Fe. La vida tenía sentido cuando se sentaba en su silla de madera en el patio, a mirar la eternidad donde el sol se acaba y a escuchar lo que dicen los pájaros a ciertas horas secretas. Dos veces el mosquito –a 25 metros de su mate y su descanso- lo bañó de veneno. La última fue letal. Su familia denunció y reclamó. Pero la callaron a pura amenaza. Su cuerpo sucumbió a la ingestión generalizada de carbofurano.
En 2017 volvió a crecer exponencialmente el uso de agroquímicos. La quita de retenciones generó la aceleración hasta cuatro millones de toneladas. Todo se ingiere, se respira, se absorbe por la piel, se bebe, se consume en vastos territorios del país. Donde los niños crecen con alimento hostil, lejos de la soberanía, acechados por el veneno.
Como Rocío, cuando iba a catecismo una tardecita de Mburucuyá. Recogió una mandarina en la vecindad de un portón. Se quedó paralizada y murió. Era mandarina de descarte, que el productor inyectaba con Furadán para matar los cuervos de sus cultivos. Rocío tenía 12 años. Cantaba en guaraní. Y también tenía alas.
O la criatura sin nombre, que tenía dos años y comió unas galletas mortales preparadas con carbofurano en General Alvear, un pueblo rural de Santa Fe. Su familia vivía de las quintas y probablemente utilizaran el Furadán para matar a los pájaros. La fatalidad no es destino, sino decisión política de que habrá que conceder unas cuantas muertes para que la rentabilidad sea la buscada y el sistema se perpetúe. Los niños son daños colaterales en esta guerra sin guerra. Porque el que mata es uno solo.
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Francia dijo no al acuerdo Mercosur - Unión Europea, a pesar de que el Presidente intentó venderle una América Latina blanca, europea y desangelada. Sin originarios ni soberanos.
Mientras Dardo Lizárraga –empresario de Monsanto citado por Patricio Eleisegui- enumeraba las razones que generaron el desplante francés: “diferencias en protección a trabajadores del agro, uso de glifo y transgénicos, poco control de prácticas y otros aspectos económicos - en resumen porque aún nos falta ser SOSTENIBLES social, ambiental y económicamente”.
Dice el ecoagrónomo Walter Pengue: "Hacer ecología hoy, es discutir de igual a igual o aún más, con los dueños de los factores de producción y plantear un nuevo camino. El camino alternativo de la transición socioecológica, donde simplemente lo dañino, lo degradante, aunque produzca dinero, ya no sea posible”.
Habrá que sembrar la esperanza como se siembran las buenas semillas; con las manos, en la tierra, con la brisa de los amaneceres, despatronada y desintoxicada. En un regreso a la raíz sin modelos criminales ni veneno sistémico.
Aunque en la cancha de River llueva glifosato. Y quede quemada y rala, como quieren que sea el futuro.
Edición: 3543
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