Destino marcado

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Por Claudia Rafael 

(APe).- La primera vez que los vio en acción, estaba subido al techo del Centro de Integración Comunitaria del barrio Facundo Quiroga II, de Olavarría. Tenía 12. Había trepado a jugar como le encantaba hacerlo. Simplemente para otear la vida desde bien arriba, como si fuera un pájaro sin límite alguno. Soñaba que podía volar y se sentaba a imaginar historias. En ellas solía fantasear que vivía en una casa con puertas, con baño adentro. En un barrio que por las noches tenía alumbrado público y no esa perversa oscuridad que lo devoraba como un lobo ni bien caía la tarde. Esa vez, con un sol resplandeciente que le hacía sentir una calidez que la vida le había robado desde que llegó al mundo, en que no hubo luces de colores ni fuegos artificiales que festejaran su nacimiento, escuchó los disparos del policía que de esa manera le advertía claramente, como para que no le quedaran dudas, que soñar le estaría vedado y que no habría alas que lo llevasen lejos de la indignidad.

 

Pasaron tres años y nada cambió. O todo se transformó para peor. Ya sabe muy bien cuáles son los caminos que le están permitidos andar. Pero él se sigue dejando seducir por la osadía todo el tiempo y sólo les teme cuando está a solas, en su cama, en un cuarto cualquiera de su casa. Cuando no hay nadie alrededor que lo mire y espere de él que los enfrente. Así le enseñaron los mismos hombres de la fuerza de seguridad más grande del país. Así le marcaron su senda. Así le mostró el mundo de los adultos que desde un escritorio deciden quienes tienen derecho a la buena vida y quienes no.

A los 14, lo sacaron del salón de clase un par de policías porque la directora los llamó cuando esa bronca interior que lleva como una mochila inseparable lo llevó a romper un vidrio de un codazo. Se lo llevaron a la comisaría delante de todos los compañeros. Con el pizarrón y las tizas como testigos silenciosos. La escuela fue, desde entonces, para él una mujer expulsiva y traicionera.
Ahora tiene 15. En diez días fueron tres veces por él. La primera, el patrullero se le puso delante cuando caminaba con otro pibe, tan de los márgenes como él. Tan gustoso como él de poner un pie delante de otro siempre sobre la cuerda, como equilibristas eternos. Saltando tantas veces del otro lado. El policía se bajó y lo invitó a pelear. Le dijo “vos y yo solos. Me saco el uniforme y nos encontramos”. A la noche todo fue distinto. El policía no estaba solo como había prometido y uno sacó el arma y le disparó con balas de goma a él y a su amigo. Los médicos contaron más de veinte impactos. Un abogado le dijo a la madre “esperemos a ver si pasa algo más para presentar un habeas corpus”. Una vez más los adultos le enseñaron desde un libro que no es el suyo. Un libro que escribe su historia a contramano de la dignidad.

Al sábado siguiente el pibe volvía con la barra de chicos de un recital. Un móvil se cruzó delante del remís que los llevaba. Los pusieron contra el auto y les pidieron documentos. El remís se fue y ellos caminaron las diez cuadras que los separaban del barrio, aunque antes tiraron a la pasada un piedrazo en la ventana de la casa del policía y golpearon en la propia gritando “abrí mamá, abrí”. La mujer, que vive de changas que a veces sí, a veces no, le permiten ganar algún billete para poner el pan sobre la mesa, había escuchado “de siete a ocho disparos unos minutos antes”.
La tercera vez, ésa que el abogado les había dicho que quien sabe si aparecería, llegó finalmente. La madre lo encontró -con el amigo- esposados los dos y encapuchados en una comisaría de Olavarría. Con el rostro hinchado y las marcas en la piel.

Unas horas después, se presentó el habeas corpus que describe que el pibe tiene “el ojo derecho inflamado y morado, la mejilla con una lesión producto de que fue arrastrado; otra en el cuello debido a que lo agarraron desde atrás y lo apretaban hasta casi producirle un desmayo, en la nuca tiene un golpe de arma así como en las piernas, espalda y en los brazos; en las muñecas tiene marcas de las esposas”.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la sentencia Bulacio Walter versus Argentina, del 18 de septiembre de 2003 dice que “cuando se trata de la protección de los derechos del niño y de la adopción de medidas para lograr dicha protección, rige el principio del interés superior del niño, que se funda en la dignidad misma del ser humano, en las características propias de los niños, y en la necesidad de propiciar el desarrollo de éstos, con pleno aprovechamiento de sus potencialidades”.

Los pibes de los márgenes están todo el tiempo en manos de un destino perverso que busca hacer con ellos lo que quiere. Manipularlos. Manosearlos. Cooptarlos para sus propios ejércitos paralelos o perseguirlos. Hay un poder de fuego que les marca el territorio todo el tiempo. A cada instante. Y les deja en claro quién maneja los hilos y los observa como si fuesen frágiles marionetas con las que hacer trizas sus vidas en un instante cuando les es necesario.

“Vení, vení, vamos, que a esta rata ya la van a encontrar tirada en un zanjón”, cuenta la madre del chico que dijo uno de los policías cuando intentaba calmar a otro que había arremetido con furia en su busca. “No es necesario ser muy sagaz para entender que la rata que va a aparecer tirada en un zanjón es mi hijo de 15 años de edad”, dijo la mujer en el habeas corpus.

La Convención de los Derechos del Niño habla de las dignidades de los pibes. Las leyes dicen que proteger a la infancia es prioridad. Los jueces, fiscales y defensores del Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil se horrorizan y aseguran que los policías no deben poner en marcha ciertas prácticas ilegales. Pero los pibes las viven, las padecen, las huelen y las sienten en su propia carne todo el tiempo. A él todavía no lo mataron. Su historia se parece demasiado a tantas otras de chicos que integran las listas de casi 3000 que se devoró el sistema de la violencia. La responsabilidad de que ése no sea su destino la tienen todos aquellos que hoy se rasgan las vestiduras con la indignación discursiva. Hay dos caminos paralelos, irreconciliables y tan antagónicos entre sí como parece ser demasiadas veces, la vida misma.

Edición: 1729


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