Realengo

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Por Miguel A. Semán 

(APe).- El jueves 7 de abril en Realengo, barrio pobre al oeste de Río de Janeiro, un joven entró a su antigua escuela primaria con un revólver en cada mano y cien balas en la mochila. Mató a doce chicos, hirió a otros diecisiete y se suicidó. Después vino el estupor, la impotencia. El asesino suicida se va sin recibir los insultos y deja a todo el mundo peleando con su sombra. Los medios de prensa argentinos informaron que el asesino era menor de edad. A muertes infantiles, quizás pensaron, balas infantiles. Algunos expertos en educación y minoridad se apuraron a enumerar las posibles causas de la masacre y hasta hubo quien deslizó una crítica por la exagerada difusión que se le daba a un hecho de carácter excepcional en el sistema educativo latinoamericano.

Poco después se supo que el homicida se llamaba Wellington Menezes de Oliveira, y si alguna vez había sufrido burlas en el patio de esa escuela, ahora tenía 23 años, padecía un fuerte delirio místico y en octubre del año pasado había perdido el trabajo por “baja productividad”. 

Menezes de Oliveira no parece un caso excepcional en Brasil, sus víctimas tampoco. La muerte de chicos pobres, negros, de barrios superpoblados donde se vive en medio de la guerra, es la posibilidad concreta con que se encuentran por lo menos 60 de cada cien mil jóvenes. 3 de cada 4 pibes mueren violentamente. 17.000 chicos asesinados por año. La Organización Mundial de la Salud le ha puesto el rótulo sanitario de epidemia a lo que debería llamarse genocidio.
En los días siguientes se habló de bullying, de síndrome islámico, de Carmen de Patagones y de Columbine. También se habló de un hombre que en un centro comercial de Holanda mató a seis personas, hirió a catorce y, como de Oliveira, terminó suicidándose. Los testigos confundieron los tiros con fuegos artificiales y el alcalde de la ciudad se lamentó de que semejante hecatombe se hubiese producido en su localidad en un día tan hermoso. Morir baleado y con buen tiempo en Holanda parece tan impensable como ahogarse en el desierto de Atacama. Casi una estafa a la buena fe y las expectativas de una vida larga y apacible.
Para los pibes de Brasil, con sol o tormenta, la tragedia siempre está pendiente. Las armas crecen a su alrededor como frutas tropicales a punto de desgranarse y las balas llueven del cielo o de la tierra. Si no son los policías serán los criminales. Y de última, siempre hay algún desesperado. Un asesino suicida que aparece por un instante y eleva su delirio por encima del delirio colectivo para decirnos que su demencia no es falta de razón sino una suma de corduras dispersas, y que él, el elegido, sólo ha venido al mundo para mostrarnos hoy las muertes y llantos de mañana.

 


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