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Por Silvana Melo
(APe).- Dieciséis años después del asesinato de Pocho Lepratti, que cubrió con su cuerpo el almuerzo de los pibes, la foto de una nena mbya guaraní tomando agua hirviente de las baldosas hirvientes de una plaza misionera se viraliza en los celulares de la gente con canillas y mantel. Se viraliza como un virus, como una enfermedad virtual sin fiebre. Que se elimina de la pantalla y deja de ser. De estar. La nena mbya guaraní no tiene nombre. Sólo tiene una lengua pequeña que rescata el agua caliente, marrón, contaminada, barrosa de una plaza de Posadas. Donde acampan los mbya para que los vean.
A los dieciséis años del fuego que envolvió al país con ruido transformador y después se apagó y se vistió con los harapos de la utopía, el virus de una imagen puede retroceder con un vaso de agua oficial en acto público; con un dispenser en el desierto para la nena mbya que vive en los montes y acampa en la plaza para que la vean.
Pero no con una dignidad insurgente que le cambie la vida. Una dignidad, envuelta en papel rojo y colgada de un lapacho amarillo para que la abra el 24 a la noche sin papá noel ni turrón ni coca cola.
Dieciséis años después de los 35 muertos, cuando nadie se fue y volvieron los mismos, asomando como ratas después de la tormenta. Dieciséis años de diciembre, del apocalipsis cinco días antes de la Navidad, de los mercaderes de los templos echados a palos y regresados quince minutos después como si nada. Dieciséis años después la gente con canilla y mantel se entera de que existen los mbya como hace cuatro meses se enteró de los mapuches.
Dieciséis años después del derrumbe y de la esperanza, diciembre golpea en la nuca. Y una nena mbya guaraní toma agua hirviente de las baldosas hirvientes de una plaza de Misiones.
Edición: 3516
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