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Por Claudia Rafael
(APe).- Chau, mami, hasta mañana.
35 años atrás el país era otro. Pero bastante el mismo.
María Soledad Morales se despidió de su mamá en la entrada de la casa el 7 de septiembre de 1990.
El 8 un grupo de hijos del poder la drogó, la violó y la asesinó.
El 10 la encontraron en un descampado al costado de la ruta 38. Encontraron su cuerpo. Destrozado, irreconocible. Encontraron lo que quedaba de una piba llena de vida, que egresaba del secundario. Que dos días después cumpliría 18 años. Una adultez de respirar profundo y mirar para adelante donde esperaba un futuro enorme, enceguecedor. Que no contemplaba una muerte prematura.
Lo que pudo el cuerpo estragado de una piba. Que como tantas, hoy sería quizás una doña de 53 años en una provincia olvidada. También como tantas.
María Soledad fue como infinitas otras pibas destrozadas en el devenir de los 35 años que transcurrieron desde su martirio.
Pero a la vez fue distinta.
Su sacrificio en los altares de la crueldad insufló de coraje a las pibas de su escuela, a una monja, a familias enteras de aquellos valles que hicieron lo que siempre pareció imposible: voltear a un gobierno feudal. Su cuerpito destrozado volteó a un gobierno feudal.
Recordar hoy, en este número redondo, a aquella adolescente que motivó que una tras otra se hicieran 82 marchas tal vez no sea casual. Quizás abone esos recovecos de la memoria que permiten sacudirse las telarañas del hartazgo.
Salta una astilla del corazón y salta el aire y salta el resplandor…
Porque marchan los que ya no pueden más, decía aquella canción que narró el dolor y la lucha por la piba catamarqueña.
Aunque los que ya no pueden más demasiadas veces no marchan. Hunden la cabeza entre los hombros y cobijan las manos en el encierro de un bolsillo.
Los que ya no pueden más deben ser necesariamente cobijados y escoltados en las calles por los que todavía pueden. Por los que aún no fueron sofocados por la apatía o la negación.
El martirio de María Soledad fue capaz de exponer al desnudo más absoluto a los hijos del poder y al poder mismo en la radiografía más espeluznante de su histórica impunidad.
Pero a la vez dejó un sendero tallado en la memoria de un pueblo que en el fondo de sí mismo sabe, si sacude su propia abulia, que podrá borrar de un plumazo, en una cruzada colectiva, la espada de Damocles que el poder se empeña en sostener sobre su cabeza.
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