El niño al que devoraron las llamas

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Por Silvana Melo

Fotos: Claudia Rafael

(APe).- Un mes antes de la muerte del Colo Claudia Abdala se alzaba, entera, en el informativo del Canal 13. “Acá todos somos NN”, decía. Y lo hacía afuera, con el viento que le mezclaba el pelo con la mirada. Ella no aceptó que entraran en su casa, uno de los vagones que ocupan cerca del barrio Agüero. Por los siete puentes de Avellaneda. A diez cuadras de la Municipalidad. A un paso del shopping. Su casa que es oscuridad plena cuando empieza a caer la tarde. Que es una lata hirviente en el verano. Que es frío cortante en el invierno.

“Acá se pierde noción del tiempo”, decía. Tres años en Avellaneda, un año viviendo en dos vagones (uno para ella, Ramón y los más chicos y otro para los más grandes) porque Claudia tiene doce hijos. Varios con nombres árabes, como Zamira, que tiene un año y tomaba teta y jugaba con su caballito lila en la tarde terrible del día en que murió el Colo.

El segundo vagón se prendió fuego a las dos de la mañana del viernes. Los más grandes habían salido a comprar cigarrillos. Nahuel, el Colo, intentó salir y no pudo. Gritó que lo sacaran. Su madre y Ramón lo intentaron. Ella le respondía los gritos y el fuego y el calor le quemaron la frente.

Tenía 14 años y vivía en un vagón abandonado. En un tren que jamás llegó a destino. Que cuando rodaba no les paró nunca. Un tren que siempre pasó de largo en el andén de Claudia, de Ramón, de Nahuel y de la docena de familias invisibles, sin identidad, despojadas de ser, puestas a vivir en las afueras del sistema.

A las cuatro de la tarde el vagón de Claudia y Ramón apenas se iluminaba con el sol en la puerta de entrada. Para subir hay que estirar las piernas hasta el primer escalón, que es una madera improvisada y alta. Decididamente hostil. Ella con sus chicos estaba al fondo, sobre el colchón. No había dormido ni un minuto. Y Zamira jugaba con su caballito lila y se reía. “Yo no me quiero ir de acá sola. Quiero irme con los demás. Me pasó a mí, pero le podía haber pasado a cualquiera”. Hablaba bajito y con voz llorada a medias. Porque era firme. No toleraba la fuga individual del infierno. Quiere irse con los demás. Porque es la única forma de cambiar algo.

Cuando a la mañana sacaron el cuerpito del Colo del vagón, los vecinos y la gente del barrio Agüero (frente a los terrenos del ferrocarril) se fueron hasta la Municipalidad. Iban con piedras y mucha indignación. Nadie había visto a la gente de los vagones. Nadie hasta que la televisión descubrió la pobreza untándola de indignidad. Facturándole a Claudia haber tenido doce hijos.

Nadie los vio hasta que se murió el Colo. Y el Estado tuvo que espiar de reojo porque un muerto es un número y si es un muerto pobre es, además, un gasto en acción social.

Con todos

“Quiero salir de acá pero con la otra gente, para que todos tengamos otra clase de vida”.

Claudia define la vida en el vagón con la imagen del silencio. “Silencio. Como ahora. Mis hijos van al colegio, juegan, pero no es una forma de vivir. El silencio que me quedó porque mi hijo gritaba y no lo pude salvar”. Y de la oscuridad. “Yo voy a sacar de la oscuridad el alma de mi hijo, tengo que liberarla. Y para eso tengo que salir de acá. Llevarme su recuerdo de esta oscuridad".

Tan profunda es esa negritud que cuando Moncho Correa los pasa a buscar a la mañana tempranito para ir al hogar Juan XXIII, los chicos abren los ojos grandes y le piden que prenda la luz.
Claudia, aun en medio de su desgarro, tiene esa concepción colectiva de la esperanza. Tal vez porque de chica (ella tiene 36) iba a la Casa de los Niños de Avellaneda. Y se cruzó tantas veces con Alberto Morlachetti, que la miraba y veía en ella una pieza fundamental del rompecabezas sagrado de la vida. Como era Nahuel. Y ahora la vida se quedó con un agujerito, abierto para siempre. Como una herida en el centro de su equilibrio.

Los doce

Claudia no cobra la asignación por hijo porque recibe la pensión por ser madre de siete. Pero tiene doce. Hay una suma que no da. Y los que pierden son los doce, que van detrás de ella a todas partes, confiados en su abrigo y en el camino que va haciendo con su propia huella. Así la vio Marisa, de Juan XXIII, el día que la descubrió. Iba cartoneando con todos los pibes alrededor. Porque ella había decidido no dejarlos solos jamás. Eso sí, la persiguieron porque la acusaban de condenarlos al trabajo infantil. La alternativa era sueltos y solos en los vagones.

En una calle inmensa y adversa. Con todos los peligros acechando en las ochavas, en los durmientes, en los patrulleros.

Ruinas

Todos decían el viernes que había sido El Payasito. Un pibe más grande, que vive en un mundo brumoso y sombrío, donde el paco y el alcohol levantaron una ruina. Dicen que él dejó la chispa en el vagón. Y la policía se lo llevó el domingo, en medio de una pelea. El había estado en el entierro. Y le había gritado a Nahuel que lo perdonara por no haber podido salvarlo.

Uno y otro son víctimas de la mano que divide y decide quiénes quedan dentro y quiénes no. Quiénes pueden continuar el camino y quiénes son condenados a la deriva. Quiénes vivirán y quiénes morirán, a fuego, a sangre, a venenos. Lejos de los algodones del hospital, del cuarto de casa, del abrigo en el invierno, del agua buena y abundante, de los nutrientes, de la seducción de la vida.

Nahuel y El Payasito quedaron del lado de los escombros. Del lado del descarte. Basura sistémica que ni siquiera recolectan los camiones una vez al día.

Claudia no escuchaba al militante de la Unidad Básica de Agüero que la fue a ver. El tipo le contó sus problemas mientras ella lo miraba con una altanería de ojos inflamados y mejillas saladas de tanto llorar.

Afuera, en el paredón de enfrente, una pintada prolija, enorme, estudiada, que acusa al intendente de “asesino”.

Pero los intendentes, las unidades básicas, los movileros, los punteros, los gobernadores, pasarán y las Claudias y los Ramones seguirán enganchándose la vida en las puertas oxidadas de los trenes detenidos para siempre. Y los Colos seguirán muriéndose, atrapados en un fuego absurdo. Presos del silencio y el olvido.

A una semana de las elecciones, un niño muerto es una ficha en la interna partidaria. Un niño muerto se convierte en moneda de cambio, de amenaza, de intimidación. Pero para eso tiene que estar muerto. Vivo no da réditos. Vivo es un escollo para todos. Un peligro. Muerto es un trofeo de la miserabilidad.

Edición: 3030


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