Braian, Willy y las balas del sistema

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Por Claudia Rafael -   Fotos: Cecilia Maletti  
    (APe).- Prisión perpetua. Inhabilitación perpetua. La Cámara Criminal Segunda de Neuquén condenó ayer en forma unánime al oficial subinspector Claudio Fabián Salas por el crimen de Braian Denis Emanuel Hernández. Le disparó “con su arma de fuego reglamentaria tipo pistola, calibre 9 mm marca Bersa Thunder Nº de serie 26-450584” y horas después, agonizante en un hospital, Braian –que el día anterior había terminado la escuela primaria- murió en los brazos de Ely, su mamá. Ely Hernández, parida como tantas madres de esta tierra por su propio niño.

“Braian respiraba mal, pensó que tenía asma y lo abrazó; al sentir que se mojaba el brazo se tocó y con la poca luz que entraba a través del vidrio trizado (luneta) pudo ver sangre. Pensó que se había lastimado y no lo sentía, pero luego se dio cuenta que Braian estaba herido. Vinieron un varón y una mujer policías, rompieron la luneta y lo sacaron por atrás. Pudo escuchar que uno de ellos dijo: “Qué hicimos!” “ayudame a sacarlo, boludo, ayudame que se nos muere”. Rompen el vidrio del lado derecho y lo sacan a Braian. Ellos estaban en el piso esposados del lado izquierdo y Braian estaba tirado entre el auto y el móvil. Le hicieron reanimación después lo dieron por muerto”, se lee del testimonio de uno de los chicos que aquella madrugada de un año atrás iba con el niño de 14 años en la parte trasera del auto.
Willy Gutiérrez, que aquella noche manejaba el Renault Fuego cupé que los chicos habían sacado al papá de uno de ellos, fue asesinado horas después de dar su testimonio clave en el juicio contra Salas. Sus hermanos denunciaron que “el gordo Seba –detenido por el crimen de Willy- andaba con la policía y le debía un favor a Salas. El favor se lo cobró”.

“Willy murió por decir la verdad”, gritó Ely Hernández desde el megáfono de la marcha que salió a las calles de Neuquén y luego dijo: esta condena es “por todos los chicos del oeste, por Braian y por sus amigos, hoy este policía va preso, que Salas y que ningún policía vuelva nunca más a reprimir, a matar a ningún chico del oeste neuquino ni de ninguna parte de la provincia ni del país”.

Los oestes

Todos los oestes de la tierra se sacuden las esquirlas de la incompletud. El Oeste asemeja, demasiadas veces, a los sures desarrapados del sistema. Así es en Neuquén, donde la Patagonia ve emerger entre indolencias su frontera superior. “En el Oeste vive la mayor parte de los neuquinos. Y es marginal y pobre”, dijo alguna vez a esta agencia Ely Hernández, mamá de Braian. Ella sabe bien de incompletudes. Su propio mapa afectivo está atravesado con el puñal traidor de la ausencia. No hay manera de sobrellevar la rabia. Ni de cargar entre los brazos nacidos para acunar (como ella acunó a su Braian cuando tenía apenas 18 y su niño berreaba) ese dolor parido en las vísceras. “¿Se deposita en alguna parte el dolor, grito sobre grito, desgarro sobre desgarro? Y si fuera así, ¿qué lugar es ése donde va a parar el dolor? ¿Se instala en las nubes que vagan por los cielos alrededor de la tierra? ¿Están cargadas de dolor las nubes?”, escribía Antonio Dal Masetto y hablaba de aniquilaciones.
A Braian un policía le clavó una bala de plomo en la nuca. Que lo horadó como aquella otra que punzó y recorrió de muerte al maestro Fuentealba. De la misma y exacta manera. Un disparo a la luneta de un auto es ante los ojos de la vida una ejecución. Es el mismo brazo policial que muta de identidad. Claudio Salas para el niño. José Darío Poblete, para el maestro. Los dos –denunciaron desde el adentro de la Unidad Penal 11, de Neuquén- serían parte activa de las violentas requisas.
Aquel 19 de diciembre de 2012, el mismo en que había egresado de la escuela primaria, la bala del Estado decidió que ya era suficiente. Que los 14 de Braian serían el confín final de su risa. Y que la sacralidad de la vida había estallado en pedazos porque cuando un niño muere “le estamos quitando al futuro su completud” (Alberto Morlachetti).

Las raíces de la muerte de Braian están mucho más atrás en el tiempo. Como las de tantos otros pibes (para siempre pibes por designio institucional) que destellan en racimos lejos de latires y respiros. Hubo un tiempo en que los hombres se fagocitaban sin miramientos ni controles, como lobos salvajes. La violencia era entonces privilegio exclusivo del hombre verdugo de sí mismo. Y el destino –pertinaz, unívoco- era su aniquilamiento voraz. Entonces se coronó el pacto: la salvación de la humanidad nacería de depositar el monopolio de la violencia en algo superior, impoluto de pasiones humanas. Claudio Salas, José Darío Poblete no son expresiones aisladas de violencias desperdigadas sino brazos, piernas, venas, ojos, resguardados por el uniforme de ese Estado regulador. Que conoce con la certidumbre de la exactitud dónde hay que ubicar la mira. Cuáles serán las bocas que dejarán de sonreir, los corazones que serán cesanteados, las manos que verán detenido para siempre su destino de caricia.

“Si existe un destino, sus ganas terribles de vivir al extremo eran porque iba a vivir poco”, suele decir Ely Hernández.
“¿Y el dolor?” –se preguntó Dal Masetto- “¿Adónde va a parar el dolor? El dolor producido por los hombres, el dolor que desde siempre el hombre inflige al hombre, el hombre verdugo del hombre. El dolor de la carne lacerada por las balas (…) Nubes, aguas, luz, árboles, cuerpos, sueños, lunares, ¿estallarán los diques de contención del dolor? ¿Nos alcanzará, aniquilándonos, un definitivo diluvio de dolor?”.

 Edición: 2584 


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