La inseguridad de los sobrantes

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Por Claudia Rafael

(APe).- Hay condenas establecidas desde el germen. Será la prisión con rejas de hierro y muros de bloque o será esa creciente cárcel a cielo abierto. De la primera, demasiadas veces (aunque más no sea con mandato penitenciario de delinquir para la corona), se sale. De la segunda, hay quienes jamás lo hacen. La sentencia germinal los condenó de por vida.

Vivir y morir en los márgenes tiene una distancia de segundos. Caminar por el delgadísimo hilo que separa la historia puede significar una caída feroz en apenas un chasquido de dedos. Y el imperio de esa normalización atroz que ejerce el sistema somete binariamente. Nosotros y los otros. Separados por una muralla infranqueable.

La mayoría de las veces es casi inasible. Está ahí como una fortaleza invisible que no puede ni debe ser traspuesta, so pena de castigo. Y, en demasiadas ocasiones, so pena de muerte.

Otras veces se puede tocar. Se puede ver. Está ahí con su salvajismo y su imponencia. “El muro no era lo que uno quería, pero fue la única solución para poder bajar la conflictividad y la violencia. No hay manera de hacer una mediación porque ni la gente del barrio ni los del asentamiento están organizados”, dijo el intendente de Las Heras, Rubén Miranda, al diario online El Sol, de Mendoza. Lisa y llanamente así. Miranda escuchó, atento, el planteo de los vecinos de Covirpol –barriada de clase media con alto porcentaje de policías-, en la ciudad mendocina, y puso a su gente manos a la obra. El barrio vio crecer, desde hace algunos años, los asentamientos de los alrededores. Esos que desnudan inequidades antiguas y marginalidades extendidas. Como tajante divisoria de aguas, ahora la muralla expuso oficialmente el divorcio entre los que tienen y los que simplemente están puestos a la vida para mirar.

Creativo, Miranda propuso lo mismo que en 2012 hicieron vecinos de Quilmes por propia voluntad y que ornamentaron con alarmas, alambres electrificados y luces. Y que tres años antes había pergeñado el ahora radical macrista Gustavo Posse cuando construyó un muro de 270 metros para proteger a los vecinos de bien del pobrerío creciente.

El grueso de las veces, ese muro infranqueable no se puede tocar. No se puede ver. Está ahí. Y se establecen penas altísimas para quien lo trasponga.

Alexis Alejandro Arévalo tenía 19 años. Y decir “tenía” implica relatar que ya no los tiene. Que los tuvo hasta el sábado. Exactamente a las 14.10, en un calabozo de la Comisaría 1º de Sáenz Peña, Chaco, apareció ahorcado. Con su propia remera. En un espacio de “muy escasa altura”, dice la autopsia que agrega que “muchos ignoran que una persona se puede ahorcar sentada, el suicidio es un fenómeno que se puede dar sentado en una silla o inodoro. Hay muchos casos reales y no es necesario que haya una altura considerable”. Era pobre. Como tantos en su provincia. Vivía en los márgenes de la vida. No debía intentar poner los pies del otro lado de su muro.
Doce días antes, una militante social denunció las torturas a su hermano, en la Comisaría 4º de Resistencia. “Queremos saber quién estaba en la comisaría esa nocha, que se abra el libro de actas para saber quiénes estaban de guardia”, advirtió Daniela Romero. “Normalmente nadie se anima a denunciar, ves a los pibes salir de la comisaría todos morados, golpeados, pero no se animan a denunciar. Hoy nos tocó a nosotros pero salimos a denunciar para que no pase otra vez”.
Poco antes, en la comisaría de Campo Largo, un pueblo sojero del interior chaqueño, se denunció una golpiza a chicos secundarios que hacían una fiesta de egresados. “A la ley la ponemos nosotros”, les dijeron.

Algunas horas después de que Alexis fuera hallado ahorcado en Sáenz Peña, Alejandro Sepúlveda, de 27, era encontrado ahorcado en otra comisaría, a unos 1500 kilómetros de distancia. “A mi hijo lo mató la Policía”, dijo el papá desde General Madariaga. Nadie cree que Alejandro haya decidido morir. Todo fue furia en la ciudad. Gomas quemadas, piedras, gritos.

El imperio de la razón dominante –decía Foucault- decreta la represión, la marginación, el sometimiento de todo lo que no encaje en la categoría binaria de bien-mal.

Es necesario expugnar del paraíso a todo lo que sobre. A todo aquello que perturba los imperios de rentabilidades. Que descompone las aceitadas estructuras de viejas hegemonías.

Como a Fernando Bravo, Alexis Bracamonte y Lucas Días en Pablo Podestá. Apenas niños. 16, 17 y 18 tenían. Y fueron matados de muerte cruel con plomos feroces que les atravesaron la historia y los dejaron tendidos para siempre. Hay un pacto narcoinstitucional que las abona y promueve. Que transforma en cuadriláteros de ferocidad la vida de los excedentes. Que establece el juego del toma y daca y que si algo no funciona habilita a la muerte.

Que no horroriza ni escandaliza. Porque la muerte de los sobrantes es muerte naturalizada. Que libera. Que tranquiliza. Que no obliga a ocuparse como sí constriñe a hacerlo el ataque a la propiedad privada del buen vecino.

Con muros de cemento o con fortalezas de barro y cartón la historia es la misma.

Y deja hilos de sangre o hilos de muerte en el camino. Una nena de 2 años fue herida de un balazo en Chascomús. Los plomos tenían como destino a José Silva, de 25 años, al que mataron. Pero también la hirieron a ella, que se llama Victoria.

Vivir y morir en los márgenes tiene una distancia de segundos.

Ya lo escribió el poeta Roberto Santoro: “yo amo / tú escribes / él sueña / nosotros vivimos / vosotros cantáis / ellos matan”.

 

Edición: 2380


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