Lucía

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Por Claudia Rafael

(APe).- Bella. De 16 años. Con la vida delante de sus ojos. Con la piel morena y los sueños intactos. Ya no. Lucía Pérez ya no es. Fue estragada por hombres furiosamente perversos. Que jugaron a la crueldad con ella. Que le hicieron lo inimaginable. Que son hombres, no monstruos. Que vistieron una vez más a la condición humana de espanto. Que la drogaron para hundirla sin resistencias a los fosos más profundos del fango y el horror. Que la hermaron con otras miles.

Que la transformaron en María Soledad Morales, en Otoño Uriarte, en Mara Navarro, en Yenifer Falcón, en Natalia Mellman, en Marela Martínez. La ultrajaron, la empalaron, la resquebrajaron hasta hacerla nada. Hasta convertirla en estropajo. Hasta–de puro dolor- paralizar su corazón como se detiene una avalancha. El dolor mata. El dolor muere. El dolor es el vehículo más espantoso cuando se lo ejerce con la vileza desmesurada de los poderosos. Los que gozan ejerciendo muerte y empoderándose desde el lugar del suplicio del otro.

Lucía Pérez tenía 16 años. No tendrá ni 17, ni 19, ni 30. No será madre, ni hija, ni hermana. No será amiga, amante, novia, deseante. Lucía no sonreirá ni cantará ni una sola canción más de los Redondos. Porque Lucía ya no es. Y ellos son hombres. Son personas. Aunque las llamen monstruos. Son el huevo de la serpiente del sistema que gesta lo peor para ejercer lo peor. Porque a Lucía la murieron de dolor.

Lucía Pérez. Bella. Joven. De 16 años. Con la muerte como certificado definitivo para la humanidad a la que le destrozaron una de las piezas más poderosas de su rompecabezas.

Edición: 3250


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