El mismo gatillo, la misma impunidad

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Por Claudia Rafael

(APe).- Como un ejército azul, seis policías irrumpieron en la Escuela Nacional Antonio Mentruyt de Banfield. Armados. A los gritos. Sin ninguna identificación. En busca de dos chicos mientras se llevaban a otro, alumno de la escuela. Baluartes intocables de la Bonaerense que lleva décadas enteras robando o gatillando para la corona. Docentes, estudiantes y preceptores reaccionaron y los frenaron. Horas más tarde, fueron “preventivamente” separados de sus cargos. En medidas que, con las clásicas calesitas, suelen mudar de sitio para que nada cambie y sea siempre la misma secta, con el mismo gatillo y la misma impunidad.

Dentro de siete meses se cumplirán las tres décadas de una cena que debería ser histórica aunque pocos, seguramente, la recuerdan. Antonio Cafiero era gobernador en la provincia. Y el ministerio de Gobierno (no existía entonces el de Seguridad) estaba ocupado por Luis Brunati que duró apenas un año en el cargo. Alrededor de la mesa, junto a Brunati, se sentó un grupo de comisarios. Con la voz baja, como se estila en ocasiones, le dijeron: “Tenemos unos obsequios para usted, una Itaka, un ovejero alemán adiestrado, porque usted va a necesitar seguridad. Y le ofrecemos un aporte mensual, porque usted sabe que los recursos en política son necesarios”. Además de las palabras, le pasaron un sobre. Brunati dijo que no. Y se acabó la historia. La soledad no es buena compañía en ciertas ocasiones.

En treinta años, hay cosas que no cambian. Y no es de pura coherencia. Más bien se trata de otra cosa. Es cuestión de poder. Y de poder en serio. De ese que se fustiga con fuego, gas pimienta y tormentos. Ese que desaparece o gatilla. El mismo del que Rodolfo Walsh habló y escribió hasta el hartazgo y fue capaz de fundar una definición que quedó para la historia. La secta del gatillo alegre es la misma que la de las manos en la lata.

Cuando el 30 de marzo a la noche, la policía irrumpió, armada hasta los dientes, en el comedor “Los Cartoneritos”, en Villa Caraza, Lanús, con golpes, gas pimienta y gritos desnudaban la cara más feroz. Marcaban territorio y se llevaban a dos adolescentes con la brutalidad de la fuerza. La cara político-securitaria de uno de los partidos donde las históricas cajas recaudatorias policiales más millonarias está integrada por la dupla Diego Kravetz-Daniel Villoldo. Kravetz, propietario de la empresa Signica SRL, que –según publicó a inicios de marzo Tiempo Argentino- recibió casi dos millones de pesos cuando Néstor Grindetti (actual intendente de Lanús) era ministro de Hacienda porteño. Un aporte “al amparo del Decreto 556, una herramienta que permite a la Ciudad eludir los controles administrativos y es la misma metodología que se utilizó en el caso de una empresa vinculada a Fernando Niembro”. La otra pata de la parejita securitaria, Daniel “el gordo” Villoldo, tiene un interesante curriculum: en 2005 cayó en “la mala” durante la gestión de León Arslanian. Fue exonerado por la desaparición de 180 kilos de cocaína y por ciertos vínculos a universos prostibularios.

La parte alegre del gatillo y la mano en la lata parecen socias inseparables. A pesar de que pasaron unos 50 años desde la definición walshiana. No hay que ir demasiado lejos en el tiempo. Claudia Ovejero, una mujer de 41 años, que vivía en La Boca y gustaba de ese vicio tan argento de tomar mate en la vereda, lo supo en carne propia el 21 de marzo. Un balazo le entró al ojo, salió por la parte de atrás de su cerebro y arrancó masa encefálica. Era una bala bonaerense en territorio metropolitano. Mientras los hombres de José Potocar, ya no más jefe policial de Rodríguez Larreta, arremetían contra vecinos que protestaban. Un mes más tarde, Potocar era detenido. Sigue procesado y le acaban de denegar la excarcelación. Y no por los desmanes de los uniformados a su mando. Tampoco por la persecución y espionaje a estudiantes secundarios del Colegio Mariano Acosta que osaron concretar una protesta y decidir en asamblea una clase pública en la que irrumpieron cuatro policías armados. Parece ser que al hombre del apellido que mueve a risa le placía mover sus influencias y tenía una particular habilidad en la gestión empresarial de una red de coimas entre trapitos y comerciantes.

Los caminos del poder son insondables. La sucesión a Pablo Bressi, hombre de la DEA dejado en herencia a María Eugenia Vidal, fue entregada a Fabián “el Perro” Perroni. Poco tardó Rosa Schonfeld de Bru en ejercer la memoria, siempre en manos de las víctimas y los familiares de las víctimas, que escriben las páginas que la historia oficial esquiva. En 1992 Perroni fue acusado de apremios ilegales junto a Walter Abrigo, condenado por la desaparición de Miguel Bru. El nuevo jefe de la bonaerense, el que supuestamente comanda a la fuerza policial más grande del país, pasó dos años en disponibilidad. Y Rosa Bru exige: “Yo tengo la duda. Si Perroni y Abrigo eran compañeros y usaban el mismo modus operandi, no veo por qué no puedo pensar que el nuevo jefe de policía sepa dónde está mi hijo”.

La misma fuerza que hoy tiene a Perroni de mandamás, es la que está bajo alguna lupa (de esas que después se pierden, se rompen o se cajonean) por el hallazgo un año atrás de 36 sobres con 150.000 pesos por la cadena de coimas que, se supone, adornaban luego las cúpulas. Nueve comisarios y ex jefes departamentales detenidos pero con un detallecito imperdible: como en tantas ocasiones, uno murió mientras dormía. Probablemente, tan casual como la muerte nunca aclarada del comisario Jorge Gutiérrez, de Avellaneda, que investigaba una causa por aduanas paralelas.La definición de Rodolfo Walsh vuelve una y otra vez. No admite cuestionamientos. Y adquiere solidez a medida que las décadas transcurren. Se forjó más aún con historias como la de Candela Sol Rodríguez, que dejó en paños menores la telaraña tejida por el poder político, policial, judicial y económico en el que una nena de apenas 11 años pagó con su vida. Pero por cuya muerte sólo pagarán perejiles. Y nunca la estructura narcopolicial armada impunemente.

Hoy los policías irrumpen en escuelas, en comedores, en las calles y se llevan las vidas o amedrentan a otras. Recogen sobres, abonan otros, marcan territorios. Aprietan comerciantes o trapitos. Buscan pibes que sirvan a su reino o se deshacen de aquellos que tienen la osadía de plantarse y decir que no. Le ofrecen una itaka y un perro entrenado a un ministro. O lo renuncian cuando les responde que no.

“La secta del gatillo alegre y la picana es también la logia de los dedos en la lata”, escribía el grande entre los grandes. Y entre lata y lata, se divierten orinando alrededor de una escuela, una universidad, una organización social o una movida barrial. Por si acaso. Para que nadie se olvide.

Edición: 3352


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