Queremos tanto a Julio

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Por Silvana Melo

(APe).- “Tiene un corazón tan grande que Dios necesitó fabricar un cuerpo también grande para acomodar ese corazón suyo”. Le dice Juan Rulfo que también lo llama “justo”. Justo como era Julio desde esa tristeza infantil en Banfield. Desde esos ojos enormes faroles de callejón porteño y parisino. Desde esos ojos que eran los mismos a los seis que a los casi 80 cuando pasó por aquí para morirse un poco. Desde la ausencia de padre que lo nació en Bruselas y lo abandonó en el sur del conurbano. Pero que le dejó el nombre compartido, para que llamarse Julio fuera un tatuaje documental de su orfandad paterna.

Dicen que ayer cumplió 99. Y yo que me resisto a los centenarios y a las bodas de oro y a los números redondos donde todos recuerdan con recuerdos azucarados y frases de oropel. Entonces vas a entrar ahora por esta puerta y no el año que viene a los cien, y no cuando en los días de junio todos se arrodillaron a los 50 de Rayuela. Pero nadie recordó que ese mismo año te paraste en Cuba por primera vez, convencido de que era posible otro mundo con menos miserias y menos miserables, un mundo ancho y propio, enmagicado y enternecido. 

Noventa y nueve y no serás otro que aquel que a los setenta y pico todavía no sabía qué hacer con su cuerpo, como desde adolescente. Con esas piernas largas de muñeco de trapo y el torso cortito de camisa suelta y mangas al codo y los ojos grandotes detrás de los anteojos y el dedo que te señala y te grita “ahí está Cortázar” tranqueando largo por Corrientes y será el único dulzor genuino que te llevarás del último viaje, el de la democracia desagradecida, temerosa, que recibió a los que se habían sentado antes a comer con Videla pero a vos no, que pusiste la cara y la sangre por los munditos nuevos que estabas convencido de que brotaban en la tierra latina de América, por la Cuba libertaria, por aquella Nicaragua tan violentamente dulce. Por el ´83 andaban los dos demonios asustando a la libertad niña. Y vos eras uno.
Un demonio era Julio para la cobardía institucional. Ese hombre enorme pero pequeño, hipocondríaco y obsesionado con la muerte cercana. Julio y su asma, sus huesos rotos y su ritual de la enfermedad con el que salpicó tanta historia.
Vio nacer el peronismo y sintió que la revolución se equivocaba de ola. La que nacía era una pleamar que lo acorralaría entre paredes de un cuarto como aquella casa donde los hermanos se iban abroquelando en un ambiente mínimo ante el avance de los ruidos del fondo. Para esa revolución falluta que concedía algunas alegrías para consolidar con fiesta el statu quo, que no contaran con él.
Se fue en silencio a París, con el saxo y los guantes de box. Con Firpo vapuleado y sangrante en la lona del ring. Con el cuerpo nocturno y sinuoso de Charlie Parker borracho de jazz. Lo ahogaron tanto el peronismo como el asma. Del primero huyó a París. De la segunda y de sus obsesiones, logró escapar a medias en la literatura. Pero sólo a medias. Se llevó en los bolsillos “Las puertas del cielo”, ese cuento feroz que hablaba de los monstruos que llegaban desde los confines de la tierra a divertirse en antros de luz amarilla y humo de tabaco negro. Se sintió siempre en deuda con esos personajes cincelados a cuchillo de cocina, lúmpenes sin destino, lixiviados del peronismo. Se llevó “Los venenos” y ese niño que era él y lo sería hasta la muerte. Con una máquina de matar hormigas y el descubrimiento fatal de la traición, ese asombro que también lo envolvió en el Buenos Aires de 1983.
Se llevó al tigre que se devoraba un tío en la biblioteca. A los bombones con cucarachas con los que Delia convidaba a sus novios. (Gracias a Circe Julio pudo exorcizar su terror a que le envenenaran la comida). Y a los conejitos de la “Carta a una señorita en París”. Que sacaba por las orejas de su garganta casi diariamente. “Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco”. Su desesperación de sentir pelusa en la garganta, su horror al ahogo, su espanto a la muerte por asfixia, por un conejito blanco, suave, mínimo, atascado en la esquina de su garganta, su ataque de pánico descripto como el vómito de un animalito sutil y bello, que por obra y gracia de la sobreabundancia lo acorralaría en el departamento prestado por una señorita en París.
Y después su voz, con la guturalidad francesa en la erre puesta de origen. Relatando el suicidio de una gota contra el cristal de la ventana. O reviviendo a letanías a Rocamadour, el bebé de La Maga. Que se muere de frío y sombra en un cuarto hacinado en París. Su voz de asma cayendo como llovizna sobre el asma asesinada del Che. Palabras pequeñas rodando en la batea de la Higuera, posándose como mariposas en los ojos abiertos, corriéndole las moscas en un claro de la selva. Yo tuve un hermano. No nos vimos nunca pero no importaba. Yo tuve un hermano que iba por los montes mientras yo dormía. Lo quise a mi modo, le tomé su voz libre como el agua, caminé de a ratos cerca de su sombra.
Se murió dos meses y medio después de volver, ya con la leucemia que Carol Dunlop intentaba ocultarle. Pero él sospechaba que la muerte se le pegaba a la sombra, más en los atardeceres, cuando es tan larga y tristona, la sombra. Tan más larga que uno mismo.
Con toda razón te moriste en París. Con una barba gruesa y unos ojos enormes de holgura infantil. Por acá no había cambiado nada como para venir a morirse. Nada, Julio.
Hoy se desliza por la ventana una languidez de trompeta hacia el sur. Es invierno acá y en la quinta de Olavarría donde iba a curarse la tía Clelia. Y está tu voz. Esa voz que surge de los vientos, de los ajolotes, de las gotas que se suicidan en los cristales. Esa voz semejante, prójima. Esa que salpica los cuadrados de tiza en busca del cielo. Siempre en busca del cielo.

 

Para Laura Taffetani, siempre en busca del cielo.

Edición: 2524


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