Verdurazo, soberanía y libertad

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Textos y fotos: Claudia Rafael
(APe).- El alimento gritó en la plaza más simbólica de la historia argentina por su propia libertad. Y viajó, soberanamente, de las manos ajadas de trabajadoras y trabajadores de la tierra a las manos, marcadas por otras historias, de mujeres y hombres que pudieron llevarlas a sus propias mesas. El color y la textura firmes de verduras frescas, recién cosechadas, limpias de venenos, salían de los cajones de madera de las manos productoras a las bolsas de quienes luego las llevarían a la boca. Lechugas regordetas, tan a contramano de aquellas otras que las verdulerías ofrecen a 150 pesos. Acelgas erguidas y berenjenas lustrosas. Ajenas todas a los largos recorridos geográficos de hortalizas y verduras envenenadas en un 60 por ciento por un amplio abanico de ecocidas, que se redistribuyen a través de mercados centrales. En el verdurazo de la UTT (Unión de Trabajadores de la Tierra) los zapallitos eran zapallitos y los tomates, tomates. No esos productos plastificados, faltos de sabor y de olor.

Los cajones de verduras apilados en la Plaza de Mayo fueron una pintura social de los tiempos. Rodeados de los tractores, trepados al asfalto caliente, campesinos regalaban hortalizas como flores a consumidores de la ciudad para que sus mesas se vean nutridas y abundantes por al menos un rato.

“Vamos, vamos… aplaudámoslos todos juntos. ¡¡¡Vamos!!!”, gritaba la mujer entrada en años que se iba con un par de bolsas llenas de lechugas, albahacas, berenjenas y acelgas rebozantes. “Hasta la victoria!!!”, decía desde esa emoción desmedida que desata la solidaridad de los trabajadores campesinos. De fondo, a un lado, la Casa Rosada. A un costado, la catedral y del otro lado el Cabildo relojeaban desde sus estructuras institucionales el reparto de verduras de las mujeres y hombres de pieles labradas por el sol y el trabajo.

Era la media mañana de un sol que llegó para quedarse de prepo y hacerle frente a las lluvias anunciadas por el Servicio Meteorológico Nacional. Había una larga cola desde una hora antes de la convocatoria de la UTT para el reparto de 20.000 kilos de verduras y hortalizas producidas por pequeños productores. Cuando mujeres campesinas montadas en tractores que rugían, irrumpieron al grito de “éste es el campo que alimenta” en esa misma plaza que marcó los grandes hitos de la historia nacional.

“Estamos defendiendo las medidas redistributivas que apuntan al campo concentrado y marcando posición contra el lockout de los grandes productores sojeros que no están dispuestos a que se redistribuya la riqueza. Y proponiendo una medida solidaria porque la única manera de salir adelante es con redistribución y solidaridad. Pero también queremos demostrar que somos nosotros los que producimos los alimentos y no las grandes corporaciones”, decía Juan Pablo.

La organización nuclea a unos 15.000 trabajadores que producen el 70 por ciento de la producción alimentaria del país. Pequeños productores que se fueron multiplicando dentro de la UTT, que arriendan tierras sin la menor garantía jurídica en gran parte de los casos y que se sostienen en enormes niveles de precariedad. En las antípodas de la realidad de los grandes terratenientes en su segundo día de lockout patronal.

“Este es el campo que nos alimenta, que genera puestos de laburo, que cuida la tierra y nuestra salud y no el campo que especula y manipula los precios de los alimentos, que destruye la naturaleza. Ese campo egoísta que no está dispuesto a poner tan poquito en tanto que se lleva”, contaba en un alto en el reparto.

Y Nahuel Levaggi marcaba que “las retenciones segmentadas son una medida justa para que quienes más se han beneficiado del modelo agroexportador concentrado aporten a financiar las políticas públicas estratégicas para la lucha contra el hambre y el fomento de la producción de alimentos sanos y accesibles”.

La UTT lleva diez años de existencia. Y dio grandes saltos cuantitativos en la visibilización social a partir de los feriazos y los verdurazos como herramienta de lucha. “Somos la contracara de los sojeros, de los terratenientes. Nosotros reclamamos que las cosas vuelvan al pueblo con políticas públicas hacia nosotros, los que estamos invisibilizados, productores y consumidores”, decía una de las mujeres campesinas que sostenía una bandera.

Los dueños de la tierra (no llegan siquiera a 3000), los que ríen desde una cuatro por cuatro creyendo que a su paso se detiene el mundo entero, los que, desde una lógica bélica, producen forrajes y exportan, paralizaron la comercialización de cereales para no pagar ínfimas retenciones que tan solo arañan sus abultados bolsillos.

En las antípodas, el otro campo. El que cargó cajones repletos de hojas para dejarlos volar en libertad en Plaza de Mayo. Ese campo que apuesta a una producción que, sabe, va a llegar a una mesa para ser consumida. Ese campo que pone el acento en el suelo y no en el fruto. Para que el suelo no se ande muriendo. Ese campo que cuenta que “no se trata de preocuparme sólo por el pan de mi mesa sino también por el pan de la mesa del otro”. Ese campo que busca cambiar la lógica del poder en el campo y, en definitiva, establecer una lógica horizontal y solidaria en la producción y en el consumo.

Como se vivió en la plaza del verdurazo. Donde se compartieron los frutos de la tierra. Sin que el modelo introdujese en ese mágico instante un valor monetario desigual para la soberanía alimentaria.

Edición: 3957


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