Un árbol donde crezcan los panes

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Por Claudia Rafael

(APe).- Hace más de siete décadas el brasileño Josué de Castro se preguntaba si el hambre sería “un fenómeno natural inherente a la vida misma, una contingencia inamovible como la muerte”. O bien “una plaga social creada por el propio hombre”. Simultáneamente Lea Zajak soñaba, encerrada en Auschwitz, con apenas 16 años con un árbol en el que crecieran panes. Por estos días una parte de la sociedad que se nutre de la basura televisiva que muestra la muerte evitable por hambre o de los medios de masividad penetrante que descubrieron, de repente, cómo la niñez wichí está literalmente desapareciendo de la tierra, siente el horror por un instante. El horror que deviene tal después de un silencio sostenido largamente porque, después de todo, hay que asumir que el hambre averguenza y, por lo tanto, no debe ser pronunciado. El silencio, como pacto moral ante aquello que no debe ni puede ser reconocido porque, de lo contrario, obligaría a reaccionar.

Hoy se repiten muletillas para sobreactuar el horror con mayor énfasis. Y hay que asumir que ya ni siquiera son reales ciertas caracterizaciones de la realidad que nos acompañaron por décadas. Y que alguna vez fueron el sustento de los sueños a perseguir. Aquello, por ejemplo, de que un país productor de alimento para 300, 400 ó 500 millones de personas no puede ver que su infancia padezca hambre. Ya hoy, en este presente asolado por nuevas prácticas del capitalismo endémico, se producen forrajes en cantidades similares. Porque no es alimento aquello que se produce en base al veneno. Porque no es alimento aquello que se ofrenda para colmar los bolsillos ya abarrotados del poder real. Porque no es alimento aquello que fue reemplazando en una ocupación silenciosa y pertinaz los territorios que alguna vez fueron la pacha de la que emanaba la riqueza verdadera.

Hace apenas unos días se cumplieron los 75 años desde la liberación de Auschwitz y se escucharon testimonios y relatos que explican a la memoria como el valor más consecuente e inigualable para evitar repeticiones. Seguramente las voces a lo largo de la historia no fueron suficientemente claras. No tuvieron la potencia necesaria para atravesar los oídos y transformar la tragedia y la crueldad en objetos perecederos, en piezas exclusivas de museo.

La sobreviviente Lea Zajak contaba por estos días cómo cuando en sus 16 años su vida transcurría en Auschwitz soñaba por las noches con un árbol donde crecen panes. “Y que yo podía arrancar un pan y comérmelo. Porque cuando uno tiene el hambre pegado a la espalda, le deja de funcionar el cerebro”. Sólo así, ante la insoportable perspectiva del hambre como único horizonte, podía suavizar el calvario concentracionario.

De alguna manera, tal vez Imre Kertész, aquel escritor húngaro que describió con sus ojos de niño el horror de los campos de concentración, acierta en su mirada al decir que “yo he explicado cómo, cuando me detuvieron para ir a Auschwitz, un solo policía rural, ¡uno solo! retenía a decenas y decenas de judíos en una habitación. Y, cuando nos comunicaron con días de antelación que se iban a llevar a mi padre al campo de concentración donde fue asesinado, ¿qué hicimos? ¡Le preparamos la maleta y le despedimos toda la familia como si fuera a tomar el autobús! Ese no era nuestro destino. En cada minuto, en cada momento de la vida, se pueden cambiar las cosas. El conformista, que asume los hechos, por absurdos que sean, y se adapta a ellos, pierde su libertad, porque se convierte, en mayor o menor grado, en víctima o verdugo”.

No alcanzan las manos. No bastan para contabilizar uno tras otro los niños y niñas que van cayendo como racimos ante el genocidio del hambre. Y tal vez, parafraseando a un dramaturgo de los tiempos de la tragedia griega, la primera gran víctima de un genocidio sea la verdad. Y son estos, días en los que el hambre como plaga social, al decir de De Castro, está siendo sentada en las mesas televisivas, en los despliegues escénicos de los gobiernos, en los rostros horrorizados de los dioses mediáticos, en las páginas amarillas de los diarios que, hasta ayer nomás, no veían en los poblados del olvido y del abandono ni siquiera una leve chispa merecedora de ser escrita y difundida.

¿Cuál es el número exacto de hambrientos que son aceptables para ser tolerados por una sociedad antes de lanzar un rugido que desnude el dolor real, punzante que aguijonea la vida? ¿Hasta dónde es soportable la crueldad sin asumir la mansedumbre acostumbrada de la obediencia? ¿Hasta cuándo exactamente? Y en qué momento preciso de la historia volverá la voz incisiva de Josué de Castro en sus palabras de hace más de 70 años preguntando por el sentido del hambre como plaga social creada por el propio hombre.

Edición: 3930


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