La escuela que expulsa niños wichis

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Por Silvana Melo
(APe).- Es el día 14 del acampe wichi en el centro de Salta. Ya dejaron de ser noticia y están ahí, solitos, con hambre y con sed, arrasados por el calor y la lluvia. Cayendo en los hospitales y en las veredas, donde los arroja el hambre y las neumonías. Están allí por la educación de sus niños. Por eso tomaron la escuela de Misión Chaqueña y días después se movilizaron 230 kilómetros a la capital, a duras penas, respondiendo a una promesa de la ministra de Educación. Que por supuesto no cumplió. Y ellos, en el fondo de esa esperanza raída que todavía arrastran, lo suponían.

Entonces se quedaron en la Plaza IV Siglos de Salta. Ahí donde los censura con mirada rígida el monumento del Virrey del Perú. En la plaza, a la vista. Fastidiando la campaña presidencial del gobernador y su esposa por la costa atlántica. Hermosos y blancos los dos, criollos y preponderantes en la cultura del desprecio. En una provincia que tiene el mayor número de comunidades originarias del país. A las que se suman la presencia boliviana. Una negritud, una presencia morena que tiene hijos que hablan su lengua, que guardan su cultura como el tesoro de su historia, que cuidan su monte como su almacén y su farmacia. Que mandan a sus hijos a una escuelita donde los niños tienen un lenguaje y una cosmovisión milenarias. Dirigidos por criollas y criollos hijos del español y del google, que les dan de comer sobras (aunque hay fondos pero vaya a saber dónde van), que los hacen juntar leña a cambio del alimento, que los maltratan, que los desprecian. Que los condenan a un futuro sin dientes ni calcio, sin pensamiento crítico ni autonomía intelectual. Sin fuerza de lucha ni rebeldía en la lengua. Que no los preparan para la universidad para no tenerlos mañana en la vereda de enfrente.

Pero ahí están todavía. Catorce días después. Y no se fueron a pesar de que les negaron todo. Educación los negó. Asuntos Indígenas, ni un vaso de agua. Porque fueron sin permiso. Y los wichis tienen que pedir permiso al blanquerío para mover un pie. El calor los cocinó en el asfalto. La lluvia los empapó. La policía no les permitió guarecerse bajo los aleros del Cabildo. Les sacó los hatos, las bolsas y las cajas con sus cosas a la plenitud de la lluvia. Muchos de ellos están desnutridos. Se enfermaron. Fueron a parar al hospital. La policía los corrió de todas partes. Y llegaron a decomisar una motocarga con alimentos y ropa que una mujer había donado.

La escuelita 4528 de Misión Chaqueña “es una máquina de producir analfabetos”. Dice Octorina Zamora, niyat del pueblo wichi. Y sabe que esa fábrica no es azarosa. Que producen originarios sin educación digna ni nutriente soberano para exorcizar esa historia, esa irreverencia ancestral que los mantiene en pie.

Hoy quieren una directora wichi para su escuela. Que hable con los niños, que los entienda, que comparta su cosmogonía, que sepa cuáles son las hojitas que bajan la fiebre y qué frutos son dulces y comestibles dentro del escaso monte que sobrevive a la tala indiscriminada. Que no terminen la secundaria, los que llegan a esa cumbre, y tengan que chocarse con la muralla de la universidad que los repele, inexorablemente, porque no están preparados. Y se vuelven al monte, con el rótulo del fracaso colgado como un sambenito.

Ignorados e invisibilizados, sin directora wichi para su escuela, siguen en la plaza IV Siglos. Mojados y calcinados, en la Salta de pleno enero, deciden redoblar la apuesta. E impulsar una Ley de Educación Indígena. Que incluya la interculturalidad que suena tan bonita en boca criolla y que los enerva tanto cuando lo pronuncian las lenguas originarias.

El gobernador mientras tanto habla por TN y publicita a su esposa actriz de telenovela como una futura primera dama muy divertida. En los parajes no hay ambulancias. A los wichis y a sus hermanos les roban las tierras, les quitan el trabajo, los corren de sus reservas naturales. La Justicia no habla su lengua y ellos son sometidos a juicios sin saber de qué se los acusa. Se mueren de hambre y de enfermedades evitables. Si internan a un niño wichi en el hospital de Tartagal toda la familia acampará afuera hasta que sane. Y eso fastidia a la prolijidad del sistema.

Los médicos se ofenden porque ellos van sucios a los hospitales. No entienden que no hay agua. Que la toman contaminada. Que eso los enferma. Y van sucios a los hospitales. Los médicos no los entienden. No hablan su lengua y no se esfuerzan en saber qué parte de su desgracia les duele. Ni cómo calmarles los cólicos que les anudan la esperanza.

Edición: 3794

 


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