No todos somos Chicha

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Por Alfredo Grande

(APe).- Dicen, y es cierto lo que dicen, que Chicha Mariani buscó a su nieta Clara sin encontrarla. Es cierto lo que dicen porque eso es lo que pasó. Eso es lo que le pasó a Chicha. Buscó a su propio unicornio azul y nunca lo encontró. Una versión trágica y actual del mito de Sísifo, condenado a subir una roca sabiendo que luego volvería a caer. Pero podemos suponer, que por breves segundos, cuando Sísifo llegaba a lo alto de la montaña, podía mirar la amplitud del valle y en esos tiempos de la escasez, quizá era feliz. Deseo creer que Chicha pudo tener algunos momentos de alegría, aunque la felicidad no es para el gozo de los mortales.

Buscando una nieta, encontró decenas, cientos de miles de jóvenes y no tanto, que acompañaban, también buscaban, y la abrazaban en lo alto de la montaña de la cual, inevitablemente, volvería a caer. Es una enorme tristeza que Clara Anahí no haya podido conocer a su abuela, combatiente contra todas las formas del olvido. Es una enorme tristeza. Pero puede ser peor. Podría ser una inmensa tragedia. Y lo trágico es cuando dejamos que nuestros destinos, nuestros anhelos, nuestros deseos, sean gerenciados, capturados, manipulados por los dioses de la vida, habitualmente miserable, y de la muerte, habitualmente cruel.

Chica Mariani es a mi criterio, y no la conocí personalmente, una forma de lucha contra la cultura represora. Es la decisión de poner siempre el dedo en el enchufe. Aunque sepamos que la electricidad pueda quemarnos. Es la búsqueda de la victoria, pero es también no culparnos cuando encontramos la derrota.

Chicha encarnó con su valentía, su coraje, su amor, aquello que yo apenas me animé a escribir como aforismo implicado: “el fracaso es derrotarse a uno mismo”. Y si bien yo lo escribí, y hace mucho, y ayer en un acto para el recuerdo militante de los mártires de Trelew el “Negro” Soares lo mencionó, Chicha lo encarnó. Fue derrotada porque no alcanzó su objetivo. Pero no fracasó porque siempre, siempre, siempre, siguió levantando la piedra hasta lo más alto de la montaña. Y bien sabía que la culpabilidad era, es, será de los genocidas y sus lacayos y sus sicarios.

Y también Chicha sabía, aunque quizá no supiera que lo sabía, que la cultura represora logra que la culpabilidad del victimario se diluya en la culpa de la víctima. Es para discutir si un combatiente es, además una víctima. Pero lo que debe quedar claro, como lo era el agua que nunca más será potable, que una víctima no puede sentirse culpable, porque esa culpa transformará la derrota en fracaso.

Chicha quiso rescatar lo mejor de una generación derrotada. Y pudo, solamente porque quiso poder, descartar lo peor de una generación fracasada. No todos ni todas somos Chicha. No es única, pero tampoco es un espejo en el cual el universo combativo pueda reflejarse.

Chicha es amor en acto. Por eso le dedico a su memoria, a su lucha, a su ejemplo, mi propia versión de los versos de José Martí: “cultivo la rosa blanca para el amigo sincero que me da su mano franca. Y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo y ortiga cultivo, nunca más la rosa blanca”

Edición: 3689

 


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