Chicha

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Por Claudia Rafael

(APe).- Tenía 52 años entonces. En aquel 1976 en que los crueles le extirparon a su familia. Diez más de los que Clara Anahí tiene hoy. Y los días y las noches fueron derramándose uno tras otro sobre su cuerpo hasta estos 94 en que le levantó la muerte el vuelo, como escribió el poeta, sin volver a acunarla. Sin volver a abrazarla y a regalarle esa cajita de ternuras cobijadas entre los dedos ajados por los años, a cantarle el arroró –a pesar de las más de cuatro décadas- “tan desafinada como siempre”, como le contó por carta a los cuatro años y nueve meses de ausencia. A buscarle parecidos y diferencias. A secretear y reirse juntas. O a empezar muy despacito, con los relojes a contramarcha, a curar las heridas y decir cuánto te busqué y cuánto te soñé y cuánto, cuánto te abracé en las noches cuando nadie nos veía y sólo podía imaginar tu cuerpo y tu voz. Yo no tengo tiempo pero sigo esperando.

“No me puedo dar el permiso de morirme. Tengo que encontrar a mi nieta”, dijo tantas veces Chicha Mariani y repitió en aquel 2006 con el comisario Miguel Etchecolatz en el banquillo. “Lo veo al comisario Etchecolatz con el Rosario y yo le quisiera pedir que en vez de rezar el rosario, alivie su conciencia diciendo dónde está Clara Anahí porque él sabe”.

Y él supo y él sabe. Como saben los crueles. Los que conocen en detalle los resquicios de la muerte y de las vidas regaladas a otros crueles. Y lo saben porque fueron sus hacedores. Los que plantaron las semillas de perversidad y las rodearon de plomos y les dedicaron angustias. Y las fueron regando de tortura y secretos. Y les fueron donando la sangre de las utopías que iban haciendo trizas a su paso. Y obsequiaron a los frutos amorosos de los utópicos -los que buscaban transformar la tierra y el sol si era necesario para dar vuelta las inequidades- como quien regala un caballito de madera, una muñeca de trapo o una calesita que girará eternamente sobre sí misma.

“Pase lo que pase, aunque el mundo se termine mañana, yo plantaré mi árbol. Plantaré mi manzano”, dijo Chicha e hizo suya para siempre esa frase de la historia misma, escrita siempre, siempre, con sangre y dolor.

Y allí estarán las muñecas que fue comprando. Y las pinturas que fue creando. Y sus sueños y sus cartas. Y sus palabras de mujer inquebrantable. Que marcó camino y repartió dignidades. “No me puedo permitir morir: tengo que encontrar a mi nieta”, dijo y dejó diseñado su legado. Para que Clara Anahí alguna vez sepa que su abuela fue Chicha. Que –como le escribió en aquel 1981 en una de tantas cartas- “te he buscado, mi Anahí, sin descanso. Por sobre el desgarrante dolor de mis muertes, ignorando las armas, las amenazas y las injurias, te busqué un día y otro día y otro, y un mes y muchos meses. Un año y muchos años. Apretando los dientes, quemándome las lágrimas, con rabia y desesperación; estallando el corazón, pensaba en tu primer dientito, en tus primeros pasos. Crecías y yo debía encontrarte ya mismo, enseguida”.

Tenía apenas 52 entonces y buscó a su Clara Anahí por 42. Casi la mitad de su vida la fatigó buscando, revolviendo entre las sombras y los asfaltos, en los ojos de los que saben y en los que, cómplices, los apañaron. “Confía en tu abuelita que se ha convertido en acero para buscarte, pero que volverá a ser nido y tibieza cuando te encuentre, chiquitita mía”, escribió con la sabiduría de la lucha y el cansancio que nunca la fragmentó ni la doblegó.

Y es hora, es el legado, es la carta que no cesa por la muerte: habrá que escarbar la tierra con los dientes y apartar la tierra parte a parte, a dentelladas secas y calientes. Porque tal vez madre, quizás abuela, a lo mejor mujer enamorada o inundada de sombras y oscuridades, Clara Anahí es. Está. Espera o no. Pero deberá saber. Es hora.

Edición: 3687


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