El derecho de decir

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Por Bernardo Penoucos

   (APe).- Las sierras bajas y el viento frío y húmedo cortan el paisaje que parece prometedor. Allí, en una orilla del mundo, en el sur frío de la provincia de Buenos Aires se puede descubrir, campo adentro, la Unidad Penitenciaria n° 37, en Villa Cacique, partido de Benito Juárez. Los altos alambrados y las rejas parecen petrificadas por el invierno de las 6 de la tarde. Lentitud, aquietados movimientos de los carceleros, tristeza pesada de las familias que salen de visita y se disponen, ya con los bolsos vacíos, a enfilar hacia la ruta y a esperar que algún auto o camión se apiade y las acerque a sus hogares.

La cárcel es triste porque está, en su origen, el fin último de detener el tiempo y administrarlo con el castigo y la vigilancia. La distancia que se genera entre el adentro y el afuera parece inamovible, inmodificable: imposible.

El silbido tenue del viento húmedo y helado se corta en la segunda puerta de ingreso al penal. El SUM de visita está cerca y las muchas músicas combaten las distancias y el aislamiento.

A pocos metros del salón de visitas, justo frente a éste, 14 personas privadas de su libertad están, ahora, formando un círculo en uno de los salones que la Escuela dispone. En ese círculo hay 14 cuerpos latiendo, miradas profundas y mate dulce, bien dulce y caliente. No hay, esta vez, nada para engañar al estómago, más allá del azúcar y las palabras que brotan y se mueven y se ríen. La mayoría de los presentes tiene lejos a los suyos. Las familias están en el gran Buenos Aires y, en los tiempos que corren, las visitas son cada vez menos frecuentes y más costosas. No todos pueden darse el lujo de abrazar al hijo o a la madre.

En esta ocasión leeremos a Galeano, a Juan Gelman y a Paco Urondo. Los libros pasan de mano en mano, se abren, se chusmean, se interpelan. Hay, en este momento, 14 personas que, privadas de su libertad, se le animan a la poesía y a la belleza en un suelo de negaciones y de violencia. Lee uno de los pibes y el resto escucha. No hay un libro para cada uno, entonces, hay que afinar el oído y escuchar cómo el sonido de las palabras va diciendo y va nombrando. El pibe lee a Galeano, termina. Otro inicia con Gelman, termina. Y un tercero se impulsa con el poema que Paco Urondo escribiera detenido en la cárcel de Villa Devoto en 1973 y que nombrara a la reja como la única irreal. Las palabras conmueven. Ninguno de los presentes conocía a los autores. Todos los presentes amaron a los autores porque “escriben fácil, lindo y para nosotros también” o porque “hablan de historias como las nuestras, que son historias de seres humanos también”.

El taller avanza y de repente suena ese timbre que corta la situación que habíamos ido ganando minuto a minuto. El sistema avisa que ha terminado, al menos por hoy, la hermosura de la canción. Hay que volver al pabellón, conseguir algo para comer. Un paquete de fideos por allá, salvar alguna cebolla que viene casi molida, picar algún ajo. Engañar al hambre, ganarle a la muerte.

Soy el último en irse. Son las 7 de la tarde pero la noche apurada del invierno ya cubre la cárcel como una lona entumecida.

Soy el último, creo, en irse del salón. Pero cuando cierro la puerta, cuando la voy entornando, escucho bancos que se mueven y se acomodan en otro círculo, pero más pequeño. Escucho voces, susurros, risas. Son ellos tres. Galeano, Paco y Juan siguen leyendo inclusive con la luz apagada, puedo ver la luz de los tabacos, las volutas de humo abrazándose a las rejas. Quieren seguir diciendo y quieren seguir molestando al terror y a las soledades, al silencio obligatorio y a las condenas del mundo.

Ahí se quedan, los tres, esperando la próxima hora, reivindicando el derecho de decir, arremangándose a la vida, jugando a cambiar la historia y abrazándose como niños.

Ahí se quedan, los tres, anunciando la belleza inmediata vaya a saber desde qué otros mundos posibles.

Edición: 3625

 


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