Carta a un olor

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Por María Stella Capecce (*)

(APe).- Estimada señora Elena: Para empezar, quiero agradecerle el roperito que me mandó para guardar la ropa de mis chicos. El Cristian se ocupó los dos estantes de abajo antes que las nenas empezaran a pelear por los cajones. Tengo mucha ropita estropeada por la humedad y por más que la lavo una y otra vez no se va el olor ése que usted dice. Pero, ¿sabe una cosa? Desde que me lo dijo empecé a sentirlo en todas partes. En la cama que comparto con Belén y el bebé, en los trapos que uso de cortinas, en los zapatos y hasta en la comida. Y le digo más, ése es el olor de mis hijos, el olor de mi piel, el olor de mi vida. Y me doy cuenta ahora que es olor a tierra, a villa, a rancho sin ventanas, a gente amontonada y húmeda, a kerosene y comida, a lágrimas con leche.

Ese olor ya estaba en el rancho de mi papá ¿sabe? desde ahí lo traigo. Lo subí al carro junto con la Roxana que tenía dos añitos y estaba tan muerta de hambre que ni lloraba. La arropé con una frazadita que era de mi mamá y tenía olor a ella. Ese olor también me lo traje.

Yo tenía entonces trece años y era de madrugada. Me había despertado ese ruido tan conocido de la respiración de mi papá entrecortada cada tanto por eructos de alcohol. Corrí la cortina que separaba mi cama y la de mis hermanos de la suya y ahí lo vi: haciéndole a mi hermana lo que no se debe hacer. Ya habíamos pasado todos por eso, pero ella era tan chiquita y estaba acurrucada con los ojitos cerrados y apretando los labios tan fuerte que se le habían puesto blancos. No hacía ningún sonido pero yo escuchaba un lamento que venía de lejos y se hacía cada vez más fuerte, se hacía grito y era yo de golpe la que gritaba como una loca.

Papá me pegó con un cinto y después se durmió borracho y sudoroso. Ni lo pensé. Agarré a la Roxi, junté alguna ropita, la foto de mi mamá que se había ido quién sabe adonde, le di un beso a mis hermanos que estaban dormidos y cargué todo en el carro que mi papá usaba para juntar cartones. Se lo robé, pero no me importa. El me había robado antes.

Durante días estuve vagando y pidiendo. Después pasé un tiempo en la casa de mi madrina hasta que ya no nos pudo tener más. Estuvimos en muchos lugares que usted nunca va a conocer y que no vale la pena que le describa porque igual de todos nos escapamos.

Al cabo de unos años empecé a decir que la Roxana era mi hija para no parecer tan guachitas. Ella me dice mamá, pero no porque no sepa sino porque lo necesita, creo.

El día que me metí en este rancho ya tenía tres hijos más. Nunca me hice ilusiones sobre los hombres con los que estuve. Estaban más solos que yo. Los dejé cada vez que empezaban a pegarme o cuando se le arrimaban a la Roxi.

El hombre es demasiado simple ¿sabe?. Conoce un solo idioma para la desesperación, en cambio las mujeres conocemos varios. Será porque cuando tenemos un crío en la panza ya sabemos qué le pasa, y cuando nace le hablamos con los ojos cuando se prende a la teta, y después le cantamos canciones que no sabemos de dónde salen. Pero salen. Y cuando vamos por la calle con uno en brazos y los otros agarrados de la pollera, sabemos el idioma de pedir que se dice inclinando la cabeza y con un cantito.

El caso es que el día que me metí en este rancho, llovía, y una vecina me prestó un colchón que se fue mojando con la lluvia que entraba. Igual nos dormimos hasta que llegó usted, ¿se acuerda?. Le vi la lástima en la mueca de su cara. Nos consiguió muchas cosas. Arreglamos el rancho, trajeron dos camitas y una cocina a garrafa y nos anotamos en el comedor de la Parroquia. Los chicos empezaron a ir a la escuela y yo a un taller de peluquería y encima conseguí un trabajo por hora en una casa en la que me tratan bastante bien.

Todo esto usted ya lo sabía, (salvo lo de Roxana porque eso era un secreto mío). Se preguntará entonces por qué se lo cuento, para qué le escribo esta carta. Es porque quiero pedirle que ya no venga más. Que no se ofenda, que ya hizo bastante por nosotros y se lo agradezco, pero ya no quiero más.

El otro día cuando vino me di cuenta que estaba muy enojada. Me retó porque se había enterado que yo había estado en la bailanta, y me dijo que cómo dejaba lo chicos con cualquiera para ir a atorrantear. Le costó decirme eso, y como la vi tan incómoda no le contesté. Ya la había visto así el día que me encontró con mis amigas tomando cerveza que habíamos cargado en el envase de leche. Yo le expliqué que era por si caía la asistente social y usted me llamó mentirosa delante de las otras. Me hubiese gustado preguntarle cómo se divierte usted, pero me quedé dura y no dije nada otra vez.

Pero ahora sí le digo que ya es suficiente. Que no hace falta que se saque los anillos y deje las tarjetas de crédito en su casa. Mejor que ni venga. Porque yo tampoco confío en usted. Me di cuenta el otro día cuando me habló del olor y entonces yo sentí el suyo y vi que era tan distinto. Tan raro, y tan fuerte que usted no se lo va a poder sacar aunque se lo lave una y otra vez. Así que adiós y no se preocupe, todo lo que necesito entra en mi carro.

Atentamente. Claudia.

PD: Le devuelvo la Biblia que me regaló. A ese idioma todavía no lo entiendo.

(*) Hoy estamos publicando el texto ganador del Segundo Premio del Concurso de Crónicas “Alberto Morlachetti” 2018. Por decisión del jurado, si bien no se corresponde con lo que implica el género “crónicas”, el texto representa filosóficamente la mirada de Pelota de Trapo sobre la infancia y es un trabajo de ficción bellamente escrito. Con lo cual, sopesando las diferentes variables y criterios, se determinó otorgarle ese galardón.

Edición: 3601

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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