Cielo e infierno de los pibes de Independiente

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Por Silvana Melo

(APe).- Es el sueño de cualquier pibe que patea el barro sin zapatillas. Es la fórmula mágica para salir de la villa. O del pueblo fronterizo, donde todo se compra y se vende. El chico de 12 o 13 quiere escapar de ese mercado de la furia, donde su cuerpo es chipá servido en una fuente. Y llegar, en un parpadeo, a la ovación de diez mil. Al sombrerito antes del zurdazo. A la gambeta que humilla al rival. Pero a los 14 su cuerpo será jamón del medio en un boliche de humo violeta. Muy lejos de la tierra colorada y del destino que habla quechua. A fideos con queso en una pensión del club soñado. Donde los botines cuestan mucho más caros que la gloria. Esa que tantas veces esquiva y no se alcanza jamás.

En la pensión del Rojo, cintura suburbial de Avellaneda, ahí no más del ombligo del mundo, se desgrana ese futuro que miran para arriba y ven, tan lejos como la luna, como un barrilete que se escapa por la herida de cualquier noche. La denuncia por prostitución de niños de las inferiores del club Independiente es una foto atroz del canibalismo sistémico. Ahogados por el deseo vital de brotar de los arrabales, como flores silvestres, los chicos más anónimos, más invisibles, más olvidados, son alzados en racimos desde el norte remoto. Se los traen los cazadores, que les prometen ser el Kuhn o les cuentan la leyenda de Bochini. Como a las chicas las convencen de una vida con brillo, zapatos con taco y foto de pasarela. A ellos les toca poner el cuerpo por los botines o los boxer. A ellas, el encierro, la trata y las llamas de un infierno que dejará marcas imborrables en su piel.

A los 14 Buenos Aires es un océano aluvional. Avellaneda, que está a tres pasos del sitio donde encalla el cielo, es un esqueleto fabril con un clásico clavado entre los hombros: Independiente – Racing. Los dos son vecinos, propietarios de historias políticas, dirigencias oscuras y barras sin patria. Le tocó al Rojo que saltara la infección. Le tocó al Rojo un pibe que habló, que no entendía que el cielo y el infierno también suelen ser vecinos. Que por Facebook e Instagram les espiaban los gustos y las quimeras. Y les ofrecían venderse a hombres que podían dejarles en los zapatos los botines profesionales o unos boxer flasheros que lucen donde termina la panza chata de mucho entrenamiento y escasa comida. No sabían por qué tenían que ser ellos, los más pobres, los más frágiles, los que menos hablaban, los que menos entendían. Los que llegaban de la otra punta del mundo. Allí donde el país parece otro pero es éste. Tan lejos del ombligo y la ovación.

Le tocó al Rojo que saltara, pero lo que llaman “red de trata y prostitución infantil” es posiblemente una ola transversal que atraviese gran parte de los clubes. Porque no es una institución. Es el sistema atroz del mercado, el capitalismo que compra y vende a los niños y a los botines y a la pensión donde esperan la victoria y al grito que estalla de cabeza y al cuerpo que se entrega por los botines. Y después el vacío y la vereda sin estadio ni gloria. O volverse el replicante de la trama, el facilitador que antes fue víctima y que hoy tiene 19 y sigue siendo la víctima que no pudo salir de la maraña.

Alrededor están los canallas. Las herramientas del engranaje. Los que traen a los niños, los seducen, les prometen el cielo y periferias, los adornan con la gorra del club, les rodean el cuello con la gloria del Kuhn y la plata de Tévez.

Les prometen ser parte de un banquete del que, saben, la mayoría sólo podrá oler el descarte.

Barriletes cósmicos sin planeta de origen. Solos y a la deriva.

Edición: 3581


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