Viejas y nuevas ilusiones

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Por Bernardo Penoucos

(APe).- Algún viejo no habrá ido a la plaza ayer. No pudo, no quiso o no se animó. Quizá sabía, por el tiempo recorrido, que las cosas no iban a terminar bien en la plaza ni tampoco en el Congreso, ese espacio que debería haber sido una plaza pública pero que funcionó, una vez más, como escribanía privada o bolsa de valores. Ese viejo está en algún lado: puede estar en la piecita del fondo que los hijos le dieron o puede estar en un asilo estatal húmedo y corroído, esperando que le den esa compota incomible y esa pastilla que concilie el sueño.

El viejo también puede estar en la calle, de colchón un cartón y de almohada una muda de ropa o puede también estar en algún rinconcito de la casa de su hija o de su hijo, escuchando resoplidos y quejas, sabiendo que molesta y no queriendo molestar, conviviendo con esa sensación de terminar de vivir de prestado.

El viejo ayer miraba la televisión y recordaba los tiempos de Norma Pla, porque él la acompañaba como tantos otros viejos más y así, viejo y todo, recibía en aquel tiempo los palos y los gases que ayer se volvieron a lucir, regalándonos una imagen conocida y no tan lejana. El viejo llora cuando ve la tele, llora por él y llora también por los hijos y por los nietos, llora por las tantas promesas electorales que fue acumulando en el cajón de la esperanza y llora de rabia cuando siente el olvido y el rechazo de una clase política tan joven y tan pura y tan blanca y tan educada en las mejores universidades extranjeras.

El viejo mira la tele, mira la tele con la mirada perdida en otro país que supo ser en un tiempo y que dejó de ser de la noche a la mañana, el viejo recuerda su casa, sus domingos y el club; recuerda -entre tantas cosas- ese pecado de la felicidad compartida, poder comer, poder sanar y poder existir. Ahora parece que la vida es un castigo cotidiano, un vuelto inmerecido, parece que el tiempo restante será tortuoso y que a veces la muerte se presenta como el mejor consuelo: como un agradecimiento ante tanta pena arrastrada, como un alivio.

Pero el viejo ayer también vio al joven. Vio al joven defendiendo los derechos, en cuero y con el rostro tapado por los gases, vio al joven corriendo por el cemento caliente de la plaza en la que también supo arrastrarse él, esquivando balas y resistiendo, vio al joven levantando banderas dignas, no claudicando, no abandonando, interpelando al poder y posicionándose. El viejo ayer, entre tanta mala noticia e ilusión oxidada, vio al joven y se vio un poco también a él. Y entonces, en la piecita del fondo, en el asilo abandonado o en la habitación prestada de su familia el viejo no se sintió tan solo, no se sintió tan paria.

Por eso, cuando veía tanto humo y tanta corrida, tanta movilización y tanta permanencia ante la violencia institucional y cuando pudo el viejo ver a un joven gritando con una voz de 33 grados que "con los viejos no!", ahí, recién ahí, el viejo sonrió y supo que algo, alguito todavía le quedaba de ilusión y que en realidad no había sido todo en vano mientras sigan naciendo desde las baldosas nietos que protejan y hagan respetar los derechos conseguidos. Mientras sigan naciendo cuerpos jóvenes que reivindiquen a los cuerpos viejos. Mientras sigan naciendo cuerpos nuevos que militen la memoria y no el descarte. Mientras sigan naciendo voces nuevas que discutan la hegemonía.

En fin, mientras se siga naciendo y reivindicando el derecho a tener derechos.

Edición: 3513


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