Más ladrillos para el mismo muro

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Por Claudia Rafael

 (APe).- A dos metros cuarenta de alto llegarán los bloques de cemento. Benjamín y Gino, que ya deben rondar los 8 años, mirarán hacia arriba sin entender bien. Ese muro es por ellos, después de todo. Ya la pelota no se irá del otro lado. Ni tampoco entrarán las balas ahora. El muro los separa de ese mundo hostil que se cocina a diario en donde otros pibes como ellos, un poco más grandes, se juegan la vida por un pedazo de territorio a conquistar. Como escribió más de una vez Carlos del Frade para esta agencia, “con permanentes discursos que pontifican la muerte de la década del noventa, las noticias que hablan de la permanente sangría de chicos y chicas en los barrios de distintas provincias por quedarse con un puesto de soldadito en los lugares de venta de drogas, ratifican la vigencia de aquella perversión”.

Y una vez más, este muro, que separa las canchitas del Club de Fútbol Infantil Defensores de América, en el norte rosarino, de la barriada de la que se nutre, fragmenta. Eleva la teoría del puro individualismo a la cima de toda salvación posible. No hay un Otro más allá de las paredes del muro. No existe si no se lo ve. Aunque se lo intuya. Aunque se sepa que simbólicamente se podrá dar el salto en cualquier momento. Porque en apenas un instante el capitalismo deja al desnudos a los pibes que se aferran a la nada como tabla para sobrevivir.

Aquel día de fin de marzo de un año atrás, las balas llegaron a Benjamín y Gino y los voltearon ensangrentados. Y sólo el azar los salvó de un destino de muerte temprana. Sesenta o setenta disparos volaban por los aires rosarinos como señal de batalla en ciernes. Este pedazo de tierra es mío. Acá está mi mundo. Y mi señorío. No habrá plomo que detenga mi paso.

Ya es historia de otros días la lucha intrépida de migrantes trabajadores que se asentaban para poner el cuerpo a los tendidos del ferrocarril, que entraban de a cientos a las industrias que forjaban en oficios a los hijos y a los hijos de los hijos. Hoy, en esas tierras de los márgenes el traje de soldadito es el que mejor calza porque rinde y destruye a la vez. Porque aspira y los aspira hasta destrozarlos de un balazo o de una sobredosis. Cuál es la diferencia allí donde la muerte, la cárcel o el destino fantasmal son la única oferta de mañana. Donde un trozo de plomo o una cuchillada son el escudo ante los pares con los que se puja por ese triángulo de tierra en el que se suda poder.

“No hay muro que, en algún momento, no haya sintetizado el mundo”, escribió Maristella Svampa citando al poeta Marcel Cohen. Los muros –dice Svampa- no hacen otra cosa que reconocer que existen categorías diferentes de ciudadanía. “Tanto ayer como hoy, los que quedaban afuera eran considerados como población sobrante, clases peligrosas y en el límite como cuerpos sacrificables”.

Hay muros de cemento y muros simbólicos. Una calle, un alambrado olímpico, un paredón, un arroyo, un fragmento de nada que sólo los que están del otro lado ven, una trinchera o una hondonada. Es el poder que demarca con extrema claridad los territorios de pertenencia. Que dejan al desnudo las dinámicas dominantes. Los moldes que dividirán country y periferia. Vida y muerte.

Clarín demarca territorialidad cuando bloquea una calle entera para asentar su planta fabril. Con un muro de cuatro metros de alto determina, como el zorro de Adela Basch en Oiga Chamigo Aguará, quién pasa y quién no en una de las fronteras de Barracas por las que se entra a la villa 21-24.

El diputado salteño Alfredo Olmedo, el rey de la soja, el fan trumpiano en suelo argento, promueve la construcción de una muralla fronteriza entre Bolivia y Argentina.

Vecinos quilmeños juntaron fondos y levantaron un paredón para separar a una villa cercana al parque cervecero y separarla del resto de su mundo.

Y el intendente de San Isidro intentó en 2009 separar la parte más rica de la más desarrapada de su partido con un muro que le fue derribado. Entonces tres años atrás, pagaba a los vecinos de uno de los barrios más pobres de Beccar, un subsidio de 350.000 pesos para que se fueran. “Y cuando el terreno queda libre se llama a subasta pública para que alguien subaste, y así recuperamos el dinero”, argumentaba.

Cada uno lo hace a su medida. Como en la rayuela en la que una tiza divide el nueve del círculo del cielo.

Los muros crecen como la impiedad en las aguas profundas de la vileza. Tienen el formato tradicional o adoptan otros similares e igualmente efectivos. Como los countries del Nordelta que fueron arrinconando al barrio Las Tunas, de Tigre, en donde la pobreza se inunda más y más ante cada lluvia feroz.

Aquel final de marzo de un año atrás en el Club Defensores de América sesenta o setenta balas atravesaban el aire y no fue masacre sólo por azar. “Un nene nos contaba que saltaba porque las balas le picaban cerca de los pies”, relataba la presidenta del club aquel día.

La muralla detendrá esa bala. Pero del otro lado del muro la vida y la muerte seguirán su camino. Se entrelazarán furiosas e indolentes. La muralla protegerá ese momento. Dos minutos. Una hora. El tiempo del picadito de esos nenes de 7 u 8 años. Pero solo divide tajante por un rato. Enseña que la salida a la crueldad es el encierro. Que habrá que amurallarse hasta el final. Hasta no sentir. Hasta arrancar como mala hierba la memoria del abrazo. Porque se reconozca o no, hay otra memoria anclada. Que alguna vez deberá entender que esos nenes de 7 u 8 años, irán creciendo y quizás se encontrarán sin miramientos del otro lado del muro en ese juego macabro que lanza sus tentáculos para devorarse a los pibes. Que son de todos. Y la sociedad no puede absurda y vorazmente mirar hacia otro lado.

Galeano escribía que “cada persona contiene a muchas personas posibles, y es el sistema de poder, que nada tiene de eterno, quien cada día invita a salir a escena a nuestros habitantes más jodidos, mientras impide que los otros crezcan y les prohíbe aparecer”.

Ya es hora.

Edición: 3379


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