Crimen sin culpables

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Por Silvana Melo

   (APe).- Nueve años tendría Nicolás. Los cinco de vida que le arrancaron son un vuelto del modelo. Y se cierran como en un círculo fatal cuando cae el martillo de la Justicia sobre la balanza y la inclina siempre para el mismo lado. Siempre. La muerte de Nicolás, envenenado por alfa-endosulfán, es una muerte sin culpables. Una muerte que no es muerte natural. Nicolás murió envenenado. Pero sus envenenadores no tienen nombre. Ni justicia posible que los condene. Apenas el último eslabón, apenas el que sembró los tomates y roció a ciegas el veneno para que matara todo lo vivo menos sus tomates, se sentó delante del tribunal. Y quedó absuelto. De culpas y cargos.

Es todo lo que pudo hacerse cuando hay un niño campesino, pobre, lejano de los rascacielos y los nombres de fantasía, un niño de cuatro años anónimo y desolado que cae en un hospital después del peregrinar terrible de sus padres desde el campo más ignoto, hasta que Nicolás se muere sin ángel que le baje una soga para que él se aferre y pueda volver a la vida linda de sol colgado en la punta del monte.

No encontraron pruebas suficientes para condenar al productor, dice con tristeza Julián Segovia, el abogado de la familia. A pesar de una autopsia donde aparecía el veneno, impune como los envenenadores. El endosulfán alfa, el isomero más neurotóxico, según los especialistas. Estaba todo metido en Nicolás. Pero no hubo sistema de salud pública ni toxicología corajuda que diera la cara para sostener que Nicolás fue envenenado.

Segovia espera para el 14 de diciembre los fundamentos de la sentencia y piensa apelar, como para recorrer los tramos burocráticos de una justicia que no sienta en un platillo a las víctimas del modelo y las hace pesar tanto como a los victimarios.

Pero en un costado está Celeste Estévez, la nena que sobrevivió. Que dijo que su mamá Margarita le aconsejaba no meterse en los charcos, no andar respirando cerca de las tomateras, le pedía que si veía tomates en el piso que ni loca los alzara porque estaban envenenados. Para Celeste una ensalada es una bomba química y es, además, la imagen de Nico pasando por un barro de tomates podridos y olor a veneno, y ver que empezaba a no respirar bien y que no respiraba ya cuando lo cargó la ambulancia. Celeste tendría que haber viajado para su control en el Garrahan. Pero no pudo. Porque también tiene una hermanita de meses con terribles malformaciones. La justicia pasa por una ruta tan a trasmano de esta vida. Y ellos se quedan solos.

Es que las multitudes anónimas que se enferman con un estornudo del sistema pesan mucho menos en los platillos que los gerentes de la vida y la muerte. Los que propician que un productor siembre semillas de transgénesis en todas las tierras que tenga a mano, sin importarle que sean de otro, que estén ocupadas por gente viva, que haya niños en una escuela, que se juegue con pies descalzos en un canal de desagote de tóxicos que casi casi se mete en el patio de una casa. Los que propician, miran de afuera, respiran por encima de los aviones fumigadores y construyen riqueza y poder pesan más que los anónimos. Más que los niños de los anónimos, tan frágiles como la vida alrededor de los sembrados. Donde, recuerda Celeste, todas las plantas se ponían amarillas después de la lluvia tóxica. Menos los tomates. Donde los niños son tan lábiles como la hierba.

Edición: 3283

 


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