El Estado represor en huelga

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Por Silvana Melo y Claudia Rafael

(APe).- Córdoba dejó al desnudo la fragilidad de los equilibrios sociales, sostenidos a duras penas por la pata represiva del Estado. Cuando esta pata se repliega y desaparece el Estado mismo desaparece. El contrato social desaparece. Y  las  furias  colectivas  salen  en  desafuero,  a  mezclar la rabia  de la desigualdad, el  fogoneo interno de la política,  el aprovechamiento de la delincuencia común y las facturas narco a un Estado al que va invadiendo como las raíces del palo borracho en los mismísimos cimientos de la casa.

El conurbano es el polvorín del país. Porque diez de los cuarenta millones de habitantes se apiñan allí; porque el hacinamiento y el déficit de viviendas se vuelven dramáticos; porque la marginalidad (la delictiva y aquella creada por la exclusión y la estrategia clientelar de los sucesivos gobiernos) ya es un núcleo duro difícil de penetrar; porque los pibes están atravesados por el desencanto, la fuga del futuro, la pobreza y las adicciones. En ese contexto, el estallido depende de una chispa casual. O puesta en un espacio determinado un
día determinado. Si un temporal de 15 minutos deja a 600 mil personas sin luz durante varios días, cualquier fogoneo punteril en determinadas barriadas lanza a la calle a una diversidad que no responde a las mismas causas. Pero se encuentra en los mismos escenarios para que el caos se convierta en el germen del orden impartido por los elegidos. Y del castigo a los desgraciados, que serán los que paguen las facturas completas: las de la interna política, la de los punteros, la de la policía ausente o decididamente presente, la de los narconegocios con cómplices en territorio, las de su propia desgracia de la que son fatalmente culpables por designio sistémico.

Los equilibrios sociales penden de un hilo tenue y quebradizo. Olavarría, en el centro bonaerense, sigue expectante a la fuerza policial en asamblea que entre las paredes de una comisaría que fue centro clandestino discute cómo proteger al sargento detenido por el homicidio de un hombre joven. “Accidentes laborales”, caracterizan después de aplicar el plomo fatal. “No tenemos seguridad jurídica”, se quejan. Los bancos, los partidos de fútbol, los patrullajes callejeros. Todo se ve resentido y se empuja al nacimiento de ese fantasma amenazante que es el miedo social que arrincona y paraliza.
La retirada de la entidad a la que le fue concedido en mano el monopolio de la violencia (producto de aquel pacto social primigenio que dio nacimiento a los rudimentos del Estado), es decir, la policía, deja la ley en manos de todos y, por lo tanto, de nadie. Una sociedad profundamente desigual y desigualadora, con una policía atravesada por la connivencia y el narcopoder, tambaleante en su autoridad para combatir aquello que comparte, es también la brutal garante del equilibrio social.

Edición: 2586


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