Lamento pilagá

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Por Mariano Gonzalez Vilas

Fotos: Ana Laura Beroiz

(APe).- Solemos escuchar ecos de discursos, lugares comunes con sed de apoderarse de lo que se llama “sentido común” y no es otra cosa que un arma de dominación ideológica. “El indio es vago” es uno de esos tantos clichés. Pero los lugares comunes no son más que castillos por derrumbar.

En las grandes capitales y ciudades del país, las personas amanecen lentamente mientras seleccionan su traje, se invaden de elegantes ropajes para ser lo que no son, para dejar de ser. Se maquillan y se perfuman para aplacar y despistar sus pasiones, sus últimas y más sinceras convicciones; y así salen al mundo, siendo la nada misma, limpios y vacíos.

Pero eso no importa, nadie ve sumergido en el oleaje de gente que colma las calles. Están demasiado ocupados en perfeccionar sus máscaras como para ver a quien roza su cuerpo en la calle. Con ese andar abstraído arribarán a una oficina, prenderán el aire acondicionado o la calefacción, según lo que la televisión les haya ordenado hacer antes de salir y pasarán largas horas mirando la pantalla cuadrada de la computadora, con un almuerzo de por medio.

“Los indios, para dolor de las elites, no habitamos los
museos; sino nuestro territorio. No comemos carroña; 
producimos lo que nuestras manos transpiran, nos
adueñamos de nuestro trabajo y no del ajeno”.

Mientras tanto, comunidades remotas del país, olvidadas por la cartografía, despertarán con el alba, con los cantos de algún ave madrugadora o por el llanto que llenará el vacío de los estómagos, interrumpiendo el sueño y haciendo volar el silencio y el letargo de la noche en pedazos; chuparán los restos de un mate mientras se miran con esos ojos que nunca cierran, no harán falta palabras, sus miradas gritan lo que sus labios callan.

 “El indio vive, respira y pone en jaque a un sistema
 que lo perpetua en lo salvaje, en lugares inofensivos.
 Quieren al indio en las revistas, semi erguido”.

Pasarán horas, tal vez días en el monte cazando para llevar algo que comer a sus casas, no sabrán del frío ni el calor. Ambos los azotarán por igual. Permanecerán allí talando para que el patrón pague por pocas monedas tanto esfuerzo realizado, se llevará la madera incapaz de resistir la obstinación milenaria de esas manos hacia una fábrica donde otros obreros con igual suerte que los originarios la trabajarán y le darán forma al tiempo que incrementarán su valor. Poco a poco se convertirá en un gran mueble de precio extravagante.

“Pero el indio es presente, ha roto las vitrinas que lo 
objetivan, es lucha y resistencia; es rebeldía y está de
pie, junto a los muertos que la larga noche no se pudo
 llevar, para buscar lo que es suyo. El futuro negado.

 

El mueble se ubicará luego en la esquina de alguna casa. Allí, un hombre ríe  desmedidamente para impresionar a sus invitados, apoya sobre lo que supo ser un  quebracho sus pies, el celular que lo mantiene al tanto de sus inversiones; y su taza de  café caliente mientras se anuda la corbata y dice: “Los indios definitivamente son  vagos”.

 

 

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Edición: 2549


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