Ivone y Kevin: bajas en una guerra de otros

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Por Silvana Melo

“Todo niño que nace viene a renovar la condición humana. Viene a traer la novedad. Todo niño tiene un encastre particular y único. Si muere antes de tiempo, si falta, es porque los adultos no lo supimos abrazar. Y en el rompecabezas del futuro siempre va a faltar esa pieza. Siempre vamos a estar incompletos. De ahí deviene la sacralidad de la vida”. Alberto Morlachetti.

(APe).- Se hubieran cruzado, tal vez, Ivone y Kevin, delante de unas velitas que apagara otro o en una esquina de escondida y mancha venenosa. Se hubieran cruzado corriendo detrás de una burbuja de jabón sin poder, nunca, atraparla. Se hubieran cruzado, acaso, si no hubieran caído en su campo de batalla cotidiano, daños colaterales bajo las balas de la disputa territorial, bajas de una guerra que no les pertenece. No pudieron. Como tanta infancia que cae en los principios, en el origen de una vida que iba a dejar una huella imprescindible, única en el mundo. La marca de sus pies en lo por venir no estará. Y habrá una parcelita vacía, o dos. Una en Villa Zabaleta. Otra en José León Suárez.

El 20 de agosto Ivone se bajaba de un remís con su mamá. Llegaban a su casa juntas, como tantas veces. Ella empezaba, despacito, a construir un par de sueños. Y los guardaba de la vista de todos. Temía que si alguien veía esos brotes, los retoños se murieran de susto. Había vivido toda su pequeña vida de diez años en José León Suárez.

No supo de nada extraño cuando se bajaba. Sólo escuchó los ruidos, secos. Después el golpe en la cabeza, el grito de la mamá, la sangre que la enceguecía y la nada, que aparecía como una mariposa, a llevársele ese suspiro al que le dicen alma. Los que se disputaban quién sabe qué a tiros desaparecieron a la vuelta de las calles. Ella estuvo veinte días internada en el Hospital Eva Perón de San Martín. Hasta que la mariposa lo logró. Y se le llevó el suspiro en las alas para un cielo más piadoso. Donde no hay balas que maten a los chicos. Ni guerras ajenas en la vereda de casa.

Kevin

Cuando oyó los estampidos –dicen que fueron ciento ocho- Kevin Molina se escondió debajo de la mesada. Entraba justo: arrodillado, con la cabeza un poco afuera para espiar si paraba; es que a los nueve años la gente entra en cualquier lado. Pero cuando crece necesita refugios voluminosos o deja medio cuerpo afuera. Y cuando se oyen estampidos en la villa mejor esconderse porque es la guerra. Una batalla más de la misma guerra entre transas que se matan y matan por el territorio. No alcanzó a verlo, pero el plomo atravesó la pared de la casilla de la tira 6 y se le clavó en la cabeza. Sólo escuchó el ruido, más fuerte que el resto y el golpe en la cabeza y después la nada.

La casa en construcción está pegada a la casa de Kevin. Dicen que por ahí estaba la clave de la balacera. Los transas de Loma Alegre tienen ahí sus oficinas transitorias y reaccionan violentamente cuando la competencia se vuelve atrevida.

Kevin jugaba en la plazoleta que se llama Kevin. Y no fue ese nombre el presagio de su muerte. La plazoleta recuerda a otro Kevin que, hace cuatro años, cayó al paso feroz de una bala perdida.

Estaba escondido todavía cuando pasó todo. Escondido y roto, con la vida ida como una burbuja de jabón que no pudo, nunca más, atrapar. La Prefectura, que pasea por el barrio con su uniformidad del color del té con leche, avisó a la fiscalía descentralizada de Pompeya (InfojusNoticias) “varias horas después del enfrentamiento”.

La villa late su cotidianidad rodeada de pesados anillos de gendarmes y prefectos. Se vuelven altos murallones de ese territorio destinado al confín, a la punición, al encierro de los vertederos de la sociedad presentable. El sistema carcelario a cielo abierto cumple eficientemente su función. Dentro mismo del campo la estructura hace limpieza interna. Mata, se mata, muere y se muere. Sobreviven los más aptos, los que logran con habilidad negociar con el brazo armado del sistema y asociarse en emprendimientos vecinos. Sobreviven los que ganan las guerras diarias entre los que cocinan el paco y fabrican niños que aspiran cristales de ácidos sulfúrico y clorhídrico más éter, nafta y querosén. Fabrican niños muertos que caminan por las calles como zombies, fabrican niños adictos para después obligarlos a matar o morir.

Otros, como Kevin, se mueren antes del paco. Los arranca de las esquinas una muerte estúpida y vieja. Ella puede saltar los muros de la cárcel. Y los pibes muertos que fabrican no salen nunca de allí. Como fantasmas transparentes que nadie ve. Ni sus madres ni sus hermanos salen de allí. Y los pibes como Kevin tampoco. Los llora la gente buena del barrio que le moja el cachete de lágrima y moco por última vez. Y lo entierran por ahí no más. Porque el cautiverio es uno y es para siempre.

Edición: 2538


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