Apagón, fuego y muerte en Dock Sud

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Texto y fotos: Claudia Rafael

(APe).- El olor a humo y a muerte se instala en la garganta. La entera cuadra del Pasaje Superí al 1700, en el corazón de Dock Sud, respira un ritmo extraño. Pequeños grupos de vecinos hablan por lo bajo. Se agolpan en ramilletes de 3, 4 ó 5 y un único diálogo se repite hasta el hartazgo. Los atraviesa el mismo puñal. Es un dolor que se les quedó para siempre tatuado en la piel. El paisaje es de post guerra. Exactamente ahí, donde sobre una pared alguien garabateó Superí 1752 con un aerosol azul, se amontonan los restos del chaperío entremezclado con maderas duras que quemaron hasta mutar en carbón. En el medio de la callecita, un container de 10 metros de largo con el color verde característico del municipio de Avellaneda, yace vacío. De a poco se irá llenando con la resaca del gran incendio que engulló con la voracidad de las llamas nueve conventillos y que arrastró tres vidas hasta destrozarlas: la de Denise, niña mujer de 18 años y sus dos chiquitos. Un nene y una nena de 2 y 4 años.

Nadie alza la voz. No resuena ninguna música. Ni hay ritmos de cumbia o reggaetón. Sólo palabras resignadas y rostros de pesadumbre. Nadie ríe. Tampoco se ven chicos jugando un picadito ni saltando a la soga.

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En una punta del Pasaje, sobre la calle Ingeniero Luis Augusto Huergo (el mismo que a finales del siglo XIX proyectó un pueblo hacia los dos lados del Canal Dock Sud) una pequeña carnicería ofrece “carnes de primerísima calidad”. En el interior, no hay nadie. Del otro lado, donde Superí hace esquina con una 25 de Mayo que sólo desde su nombre alude a revoluciones, la leyenda de La Cámpora: “Edenor roba y Clarín miente”. Y se termina hermanando en un chasquido de dedos al jefe de Gabinete, cuando minimizó que tan sólo del 1 al 3 % padecen la falta de luz. Símbolos de la ajenidad. Espejos de una historia que escriben lejos del barro profundo. Suscribiendo la falsa inocencia de un Estado victimizado por grandes empresas que llenan bolsillos.

Denise vivía en el conventillo con el padre, con los hermanos, con sus dos niños. Fue mamá por primera vez a los 14. Es decir que un día lejano, con sus 13 años resplandecientes, intuyó que su cuerpo mutaba y empezaba a engrosarse. Fue madre veterana tan temprano. Fue víctima feroz del Estado por ausencia o por presencia durante los cortísimos 18 que duró su vida.

Aquel sábado, a media tarde, Denise tosió y masculló broncas cuando los vecinos le anunciaron que “otra vez” se había cortado la luz. El aire estaba estancado en la cuadra. Todo olía a humedad y a riachuelo, multiplicado por los treinta y pico de grados persistentes. Se acercaba una noche más de velas y oscuridades. Como tantas otras noches de la última quincena. “Casi todos los días se cortaba algunas horas”, lamentó sin fuerzas la vecina, la misma que infructuosamente aquella madrugada siniestra intentaba recordar el número de los Bomberos y, finalmente, ante el fracaso de su memoria, marcó desesperada el 911 y gritó auxilio una y otra vez.
El matrimonio reconstruye en diálogo amable y extenso con APe los minutos y las horas. Saca un par de sillas extra a su vereda, ofrece agua fresca e intenta el relato. Hacer catarsis con su propia desazón hecha un nudo en el estómago. “Acá está lleno de culpables. Edesur. La pobreza… hacía tanto calor esa noche. Estábamos los dos acá, en la vereda. Ya no sabíamos bien qué hacer. Denise había pasado a la tardecita y le dijimos que otra vez se había cortado la luz. A eso de la 1 y media de la madrugada le dije a ella (señala a su esposa) de ir al auto, prender el aire y tratar de descansar un poco. Sin darme cuenta me dormí. Y de repente escuché el grito de mi hijo diciendo que había fuego. No era la primera vez. Salí corriendo a la calle y no miré hacia el lado del conventillo. Miré para el otro lado primero para gritarle al otro vecino que viniera con el matafuegos enorme que él tiene. Cuando me di vuelta… ay… el fuego arrancaba en la ventana del segundo piso e iba para arriba varios metros. Después, el humo negro…”
Mientras su esposa llamaba al 911 otros vecinos salían corriendo desesperados a buscar a los bomberos. Denise había estado en la vereda hasta algunos minutos antes. Ya hacía rato que había dejado a sus niños durmiendo en la pequeña habitación que compartían. Les había puesto una vela y salió a la vereda como casi todos. Algo extraño pasó. La vela se torció, se derritió con el calor y salpicó con sus pequeñas esquirlas calientes algún trozo de tela. ¿Cómo saberlo hoy? Ella –cuentan en la cuadra- vio un hilo de humo. Quizás gritó. O simplemente se levantó y corrió en un mismo instante. Imaginó lo peor. Y no se equivocó. Relatan los sobrevivientes que Denise ingresaba corriendo por uno de los pasillos mientras los otros habitantes del conventillo pugnaban por huir.
Heroicas resistencias impidieron que la muerte se multiplicara aún más. “Héctor pudo sacar él solo a siete u ocho vecinos”, desgranan.
Los bomberos del Docke llegaron al Pasaje sin imaginar nada de lo que vendría minutos después. En un macabro cóctel de corrimientos estatales ya endémicos, intentaron inyectar agua sobre las llamas y nada salía. La baja presión de agua completó el combo macabro del terror implantado esa noche sobre el Pasaje Superí.
El muchacho, con sus 24 años y la desesperación que le atravesaba la sangre se subió de un salto a su auto. Y arrancó a toda velocidad. “Siento un orgullo de mi hijo…”, decía el hombre que no podía seguir hablando. “El al auto lo tiene bajito, como todos los pibes, ¿viste?. Lo rompió todo. Se fue a buscar a los bomberos de Avellaneda y se volvió con las dos autobombas. Atravesaron el piquete de la 25 de Mayo. Y llegaron y ellos sí pudieron trabajar. Y apagaron todo”.

Cuando los vecinos contaban, había tres ausencias. De las cinco familias de un conventillo estaban todos, menos Denise y sus dos niños. “Pero los bomberos nos dijeron que no había nadie adentro. Que seguramente habían salido antes… Ya eran como las 11 de la mañana cuando entramos a buscar. Porque no pensábamos que se hubieran ido. Revisábamos por todas partes. Estaba todo caliente todavía. En la parte de la cocina, yo levanté un trozo de mesa o algo así y debajo estaba el cuerpito de Bautista, del nene…”

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De los nueve conventillos sólo sobrevivieron algunas paredes de cemento y bloque perdidas en el hueco que quedó entre Pasaje Superí y Leandro Alem. Los vecinos abren las puertas de sus casas y ofician de guías. Desde una terraza se observa el manchón
de negritud que dejaron las llamas a su paso. Una breve estructura de ventanas partidas, ya sin vidrios permiten ver el cielo del otro lado. El paisaje es un espejo terco de la agonía.

Algunos metros más allá, se ve una puerta guacha, sin paredes que la sustenten. Extrañamente en pie, sólo cuenta con la compañía silenciosa de un lavarropas, que también sobrevivió a la tragedia. Cables ensortijados se alzan como lianas en una selva en la que ya no hay vida.
El aire persiste extraño y las gargantas perciben inquietas ese hedor a quemado. Se mete de lleno por las hendijas de las ventanas entornadas. Se oculta en las grietas de las chapas de los conventillos que sobrevivieron. Se quedó a vivir ahí, en esa exacta cuadra de Pasaje Superí al 1700 porque no hay viento capaz de arrancar el dolor ni lluvia lo suficientemente pertinaz para licuar la angustia.
Denise y sus niños fueron el efecto colateral de los sistémicos pactos de intereses. Primero, de ese fantasma invisible que atraviesa el Docke con sus pestilencias, con la cronicidad de las alergias, con los árboles sin hojas o la acidez de las lluvias. Tan cerquita todos de los humos de las chimeneas incontroladas y cercados por una contaminación medular. Pero ya luego, Denise y sus niños fueron efecto colateral de las miserias acordadas en escritorios de maderas tan distintas a la de la mesita de su conventillo. Donde se firman los destinos de millones como ella. Y hoy, todavía, los escribas denuncian sin sonrojo que “Edesur y Edenor tuvieron 1600 millones de ganancias en lo que va del año” y no se preguntan quién, quiénes, fueron los eficaces posibilitadores.

Aquella noche, como tantas otras, en Dock Sud la oscuridad se hizo reina y señora. Y en un concierto de inequidades, tampoco había presión de agua para acabar con tanto fuego.
La electricidad regresó exactamente a las 5 de la mañana. Denise y sus niños ya no la necesitaban.

 

Edición: 2601


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