Abandono, culpas y cadenas perpetuas

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Por Silvana Melo

(APe).- Apenas unos meses atrás el gobernador Maurice había reconocido seis mil niños desnutridos con riesgo de morirse. En Misiones se apagaban como bichitos de luz en la noche más honda. Se morían de hambre breves, con la vida recién empezando.
La gente votaba a las cataratas como octava maravilla. Y en Montecarlo y en Apóstoles se morían Héctor Díaz y Milagros Benítez. Tenían dos años Héctor y quince meses Milagros. Era 2010 y la tierra roja teñía los pies de los pibes.

El agua demoledora tiraba un arco iris como un lazo y atrapaba, a veces, el cuello del mediodía. Ahí cuando nadie se enteraba de que las mesas estaban vacías y el gobernador de nombre francés apostaba a las divisas de japoneses y norteamericanos que vinieran a ver y a salpicarse y a tomar miles de fotos. Como hubiera hecho Alvar Núñez Cabeza de Vaca con una Nikon al cuello. Pero no la tenía, quinientos años atrás, y apenas se preocupó porque no lo dejaba pasar esa caída de agua infinita, por esa baba del infierno que jamás, nunca, dejaría de caer.
En marzo de 2011 María enterró a su niña. El gobernador Closs no supo nunca que Carolina había nacido. Tampoco que tenía tres años y estaba desnutrida. Y que María no llegó al hospital porque no llegó. Porque estaba lejos y nadie la alcanzó y porque su chiquita casi no comía como el resto y un día se apagó porque el hambre se la terminó devorando como suele suceder.
María no sabe leer, no cobra la Asignación porque legalmente no existe, no recuerda los cumpleaños de los once hijos que le quedan, que tampoco los saben porque no tienen documentos, fue golpeada por su marido, abandonada por el Estado, desgarrada por la muerte de su niña en los brazos, criminalizada por la Justicia, enterrada por el sistema junto a su hija a las orillitas del Aguaraí Guazú, presa por “abandono de persona, calificada por la muerte resultante y por el vínculo”.
María Ovando, que a los 14 años tuvo su primer hijo, tiene la culpa burocrática de la muerte de su hija. Que se murió de hambre en una provincia donde los niños se han muerto de hambre sistémicamente y en un país donde los cereales crecen en las banquinas y los commodities hacen llover dólares con tanta copiosidad como las cataratas, ya definitivamente octava maravilla de este mundo con tan poca suerte. Cuando la nena se le murió en los brazos tuvo terror de volver a casa. De que su marido la matara a palos. De que cayeran del cielo maldiciones, aunque no había caído otra cosa del cielo desde que ella andaba por la vida. Entonces abrió la tierra con sus manos y le dio sepultura al lado del río. Se persignó tres veces y se la encomendó a la tierra y al aire. Y al sol de las mañanas.
En la cárcel descansa María. Como no pudo antes, cuando limpiaba las casas de los otros, levantaba la hoja de la yerba mate y picaba piedras en la cantera. Parió su última hija tres meses antes de que la encerraran. Hace más de un año.
El Estado, ahí sí, pateó la puerta de su casa e irrumpió. Nunca antes había estado. O sí, en realidad. Fue presencia brutal en el hambre, el desamparo, la indiferencia total y absoluta. Pero ahora sí estaba en su casa, el Estado. Con uniformes, con papel sellado de juez. Entró el Estado y la llevó presa, la acusó de culpable por morir a su niña, por darle hambre en el desayuno, la separó de sus hijos y la encerró a 200 kilómetros de su casa. Recién ahí supo María de la mano maestra del Estado.

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Diez años antes el mismo juez que la puso presa a María, en la misma tierra roja donde todavía no gobernaba el nombre francés, dictó la preventiva para Librada Figueredo. Habían muerto sus hijos –de uno y dos años- de desnutrición. Estuvo presa dos años. Hasta que se determinó que los niños fueron víctimas de un crimen. Pero por parte del Estado. Librada salió de la cárcel. Y vive tan pobre como entonces.

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Cuando su tía Marta se dio cuenta de que tenía lastimada la nuca hasta el hueso, la llevó al hospital. En la lastimadura nadaban larvas. Eran piojos, que la habían invadido masivamente. Felices de no encontrar resistencia ni químicos ni vinagre ni kerosén. Tiene cuatro años. Vivía con su mamá en una casita de chapas en el barrio 17 de octubre, en Misiones.
Pero los padres de las nenas de 4 y 7 años fueron a parar a un calabozo. El tiene 72 años y ella unos 40. En las cabezas y en los pies asomaban centenares de larvas y piques. Les estaban comiendo los dedos y las orejas. Los agentes del Servicio Social iban hasta la puerta y se volvían diciendo que el padre no los dejaba pasar. Así avanza el Estado en la villa de Garupá. Así toca y se va. Así abandona a la buena de dios pero después juzga y castiga a los desgraciados.

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El barrio San Benito de Salta está fuera del mundo. Como si alguien lo hubiera envuelto y dejado en la calle, para que se lo llevaran. En su adentro rigen las reglas de los abandonados. Las disputas se arreglan a pedradas o a tiros. La justicia es la de la mano. La anestesia para la angustia y el horror de no ser tiene olor a alcohol y arena en la nariz.
La comisaría está a más de diez cuadras. En otro barrio. El 911 no tiene voz. La Justicia hace tiempo que no para en la esquina.
Un día como cualquier Marcelo Giménez y Natalia Salva (de 27 y 20 años) discutieron fuerte. El venía de Santiago del Estero. Se encerró con Guadalupe de un año y medio. Llamaron a la policía, al 911, a dios. Nadie contestó. El la mató tranquilamente, sin apuro. Se manchó de la sangre de su hija. Y luego de la suya propia. Como pasa en San Benito, que está del lado de afuera. Pero todo se arregla adentro.
El Estado llegó tarde.
Un día de los días tendrá que sentarse en el banquillo.
A pagar por los centenares y decenas de miles de muertos que nos debe.
A pagar por el hambre, por Héctor y Milagros, por María Ovando, por Carolina, por Librada, por Guadalupe.
Alguna vez tendrá cadena perpetua y tendrá caras. Será gobernadores y presidentes y diputados y concejales de pueblos abandonados. Será policía y juez.
Y ese día habrá justicia.

 


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