La cultura ortiba

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(APe).-La legitimación del vecino delator como herramienta de control de las piezas desencajadas de la estructura social es una consecuencia del autoritarismo, de la desorientación, de la perversidad política o de la ausencia del Estado. Que cuenta con una ingeniería de inteligencia criada desde las maquinarias de la dictadura. Y que se basta por sí misma para salir a buscar sospechosos con la suficiente imprecisión como para que la trampera se cierre en cualquier cuello.

Las sociedades mantienen dormido en la pieza de huéspedes a un xenófobo, a un racista y a un buchón, siempre cerca como para echarles mano cuando la ocasión ponga la mesa. Cuando los cazadores se despiertan famélicos las presas son siempre las mismas. Los morenos, los pibes, los distintos, los pobres. La otredad confinada a la sospecha con identi kit preciso en su escalofriante imprecisión. El que es pobre, es negro. El que es negro es inmigrante. El que es inmigrante es ilegal. El inmigrante ilegal es ladrón y narcotraficante. El pibe que es pobre y negro es delincuente. El que usa gorrita, mochila y foulard palestino es provocador. Al inmigrante, ilegal e indocumentado hay que correrlo. Ante el pibe pobre y negro debe dispararse la alarma. Al provocador hay que denunciarlo.
La cultura ortiba quedó institucionalizada en las conciencias decentes por la dictadura: Ante la sospecha, el teléfono. Ante la reunión, el alerta al patrullero. Ante el secuestro, las ventanas cerradas y el ojo espía en la cerradura. Ante la tragedia, el señalamiento. Nunca el monstruo estuvo más vivo y mejor parado.
Lo mantiene vigente el espasmo. Duerme un par de años y lo acicatea Carlos Ruckauf: “hay que meter bala a los delincuentes”. Carta blanca para el gatillo fácil y el vecino justiciero. Duerme y Mauricio Macri se empeña en fastidiarle el sueño: el primer vecino delator debía comunicar que su par estaba cometiendo una infracción de tránsito. Una fotografía naif de la cultura buchona. Que después se volvió oscura y acremente peligrosa cuando el mismo Macri (Mauricio) habló de la “inmigración desenfrenada” –ante la toma del Parque Indoamericano-; mulas que traen en su espalda la carga de todos los males de la Argentina y, peor aun, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La palabra iluminada de Mauricio (Macri) desató el monstruo xenófobo en la sociedad porteña, que vomitó todos los sapos y culebras que mantenía en sosiego hasta que la ocasión puso la mesa. Y salió, al menos en Soldati, a correr a la negritud con piedras y palos. Legitimada, avalada, por el discurso oficial.
Los episodios de Constitución y la reacción del Gobierno de la Nación desnudan a un Estado que se corre, que no cree en la eficiencia de sus aparatos de inteligencia ni en la agudeza de su Policía Federal y necesita salir a pedir el auxilio de la vecindad delatora a través de un 0800 creado para “identificar provocadores”. La flamante ministra del flamante Ministerio de Seguridad habló de “muchos jóvenes con mochilas” y otras voces les pusieron, además, gorra con visera y pañuelo al cuello cuando el incendio estival parecía diluir su fundamento.
La descripción tan precisa en su escalofriante imprecisión, envía a uno de los monstruos que la sociedad mantiene semidormido en su cuarto de huéspedes a digitar el 0800-5555 para denunciar a cualquier pibe con gorra, foulard palestino y mochila que patee una calle con el paso desconcertado de adolescente. La cultura ortiba puede, entonces, desplegar todas sus pulsiones y mandar la policía al otro de quien desconfía, al otro al que no quiere cerca, al otro que la invade, al otro al que excluyó detrás de los muros y de las rejas y de las alarmas de la tierra prometida para pocos. Pero también tiene en las manos la herramienta legitimada institucionalmente para dañar a quien rechaza o para saldar cuentas personales. Blanquear en el terreno social la denuncia anónima, el teléfono artero, la impunidad de una voz que construye la sospecha sobre un nombre, un espacio y un tiempo y luego desaparece, es instrumento propio del terror. De la acusación digitada sobre un amplio grupo social y generalizada en él. Todos los pibes con mochila cargan piedras. Todos los pibes que usan foulard palestino lo usan para taparse la cara. Todos los pibes que usan gorra se bajan la visera antes de descargar la pedrada contra los bienes de la sociedad que antes les descargó sus males.
El concepto de provocador es ambiguo. Para las estructuras de poder establecidas, que se construyen sobre la concentración de la riqueza y la desaparición virtual de millones –que apenas sostienen la punta de sus dedos sobre el paredón coronado de botellas rotas y alcanzan a ver la vida del otro lado- provoca el que intenta regresar, entrar, ser en un medio que le quitó la identidad. El documento, la casa, el trabajo, la escuela y la razón de existir. Un provocador tiene una estética determinada arbitrariamente. Que incluye a cualquier pibe que se calza capucha dentro del aula o al sol. Por pura reacción contra lo que debe ser, contra la lógica determinada. Y no para ocultarse antes de incendiar la Casa Rosada. Un provocador siempre es joven. Casi niño. Porque el niño no acepta el postulado de la estructura. Pinta el sol de color azul. Desencaja en el engranaje pre-dispuesto. Asoma. Fastidia. Provoca. Lleva mochila y pañuelo cuando hace calor. Gorra con visera para esconderse del mundo que lo acecha para cazarlo. No le gusta lo que trazaron para él. No le gusta el camino que le pre-fjaron. Es sospechoso de lo peor. Se rebela. Provoca. 0800, vecino buchón. Cultura delatora.
Regreso del orden.

 

Edición: 1928


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