Jugo amargo

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Por Carlos del Frade

(APE).- Hace algún tiempo ya, cuando la Argentina era un país en el que los padres trabajaban, también eran días para contarles a los pibes que jugar a la pelota era una excusa para estar con los amigos del barrio y de la escuela.

Una aventura que no empezaba cuando se construían los arcos con los atados de ropa, sino en una esquina donde, de paso, se hablaba de los primeros amores y de los consiguientes desencantos.

Aunque los temas mayores anidaban en las páginas de “El Gráfico” y en la plata que se juntaba para ir al cine. Venía el desafío con los mismos de siempre. Alguna que otra pelea y el final recién aparecía cuando se completaba el viaje, la aventura de crecer según aquel borrador de experiencias que era el relato del padre.

Así después tendrían algo que contarle a los viejos, algo parecido a lo que ellos les contaban a los chicos de rodillas raspadas. Venía el momento de robar mandarinas, moras o naranjas.

En esos años, cuando en la Argentina los padres tenían trabajo y también tiempo para hablar de su niñez con los chicos, los cuidadores de los árboles frutales sabían que se trataba de un rito iniciado en las tradiciones familiares.

“¡Qué hace ahí!”, gritaba el tipo y cada uno, entonces, respetaba el guión y los roles asignados.

Los pibes salían corriendo con más o menos una docena de mandarinas o naranjas y el hombre, al otro día, los miraba recio en un principio para después hacerse el desentendido.

La historia de los sábados a la tarde en los huecos de las grandes ciudades argentinas era más o menos así. Las naranjas, las mandarinas o las curiosas moras formaban parte de la aventura y del juego de crecer a imagen y semejanza de las historias que contaban los viejos.

Hasta que el país empezó a ser otro.

Un lugar en donde los padres ya dejaron de tener trabajo y no tuvieron muchas ganas de hablar de otros tiempos con sus hijos.

Ni la pelota, ni la barra de amigos, ni las naranjas tuvieron la misma significación de entonces.

Aquel país robado dejó lugar a una geografía donde se glorificó la posesión de cualquier cosa, por más insignificante que fuera.

La vida no tenía el sentido de otrora.

Por eso empezaron los casos sin sentido. La desmesura de la irracionalidad.

La crónica viene de Orán, en Salta, en el techo de la Argentina.

Dos pibes de catorce y dieciséis años fueron a sacar naranjas en una casa vecina. Pero un guardia los descubrió y les tiró con municiones de goma.

Cuenta la crónica que “el vigilador, identificado como Miguel Paredes, abrió fuego con una escopeta cargada con balas de goma y logró asestar sendos disparos a los dos ladrones a la altura de la espalda. El menor de los hermanos quedó tendido en el suelo retorciéndose de dolor, mientras que el mayor siguió adelante con su escape”.

La madre de los chicos, entonces, decidió entregarlos a la policía. Como si hubieran cometido un crimen atroz.

La imagen es violenta, exagerada: dos pibes se meten en un ingenio llamado “El Tabacal” para sacar naranjas, el guardia les dispara sin preguntar demasiado convencido de hacer justicia por mano propia y la madre los entrega a la policía. Y se va, ella, la madre, dejándolos en la comisaría.

Había una vez un país llamado la Argentina en la que robar naranjas formaba parte de una historia que compartían los pibes con sus padres.

Ahora, en los restos de aquella nación, a los pibes que roban naranjas se les dispara con saña y algunas madres desesperadas y hartas de muchas cosas, deciden dejarlos presos. No a los que disparan contra sus hijos, sino a ellos.

El jugo amargo de un país exprimido.

Fuente de datos: Diario El Tribuno - Salta 12-08-06


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